Extrañamiento
Todo arte requiere el acto de mirar, y Juan Muñoz confiaba en el ojo, aunque también sospechaba de él. «Lo que yo he visto es mío», afirmaba con rotundidad
Es aún temprano por la mañana y, a ambos lados del camino de acceso al Museo del Prado, acaban de instalar dos esculturas de Juan ... Muñoz. Son dos graderíos de bronce en los que un par de personajes asiáticos se mofan de un tercero que rueda, impotente, desde el peldaño más alto. Un grupo de turistas, también asiáticos y madrugadores, se aproximan con curiosidad: se sorprenden, ríen, las fotografían y se hacen selfies con ellas. Seguro que el artista estaría complacido con ese juego de espejos donde la realidad parece prolongar la ficción.
En otras instalaciones no es tan obvio de qué se carcajean las figuras. ¿Acaso hemos llegado tarde al chiste? El escultor madrileño, uno de los más influyentes de finales del XX, parece que deja al espectador fuera de ese acontecimiento crucial capaz de explicar el sentido de la pieza. Esos hombrecillos –siempre de una escala inferior a la media– cuchichean, se burlan o interactúan entre ellos, pero el visitante, a pesar de intentar hacerse un hueco, se siente un intruso: acecha lo que parece una conversación muda pero no acaba de involucrarse, y mediante esa exclusión percibe un insólito extrañamiento.
En todas sus manifestaciones –esculturas, dibujos, performances, escritos, teatro o retransmisiones radiofónicas– Muñoz sitúa al que mira en un plano ambiguo: ¿estamos dentro o fuera? Fascinado por el ilusionismo y la teatralidad, lo decisivo de su planteamiento puede ser precisamente la expectación y el silencio, o la sensación de que alguien o algo se ha ido. Era un mago de la escenografía; como recordaba la comisaria Lynne Cooke, deseaba «entrar en la obra de arte como un actor entra en su propia escena». Hoy y hasta el 11 de marzo del próximo año, la obra del artista ha entrado en el Museo del Prado para escenificarse en confrontación con los grandes maestros del pasado que para él fueron referentes, principalmente Velázquez y Goya.
¿Cómo mirar, entonces, una instalación de Juan Muñoz en diálogo con Velázquez?
En la sala XII del museo, se ha desplegado una gran mesa de billar a la que se asoma Sara, que con sus escasos 114 cm de estatura, pese de ir ataviada con tacones y casi de puntillas, apenas alcanza a escrutar su retrato fotocopiado extendido sobre el tapete verde. La infanta Margarita, Mari Bárbola y el resto de las figuras de 'las meninas' parecen observarla a ella, que permanece ajena a todo, concentrada en su propia introspección. La sala se convierte así en un espacio de miradas cruzadas: la del público, la del cuadro y la de la estatua. Un triángulo silencioso.
Todo arte requiere el acto de mirar, y Muñoz confiaba en el ojo, aunque también sospechaba de él. «Lo que yo he visto es mío», afirmaba con rotundidad. Cada cual distorsiona lo que contempla hasta descubrir que nada existe fuera de uno mismo, que lo visible depende, en última instancia, de lo que somos.
Pero además del mirar y ver, está el decir y Muñoz era un gran contador de historias, un narrador de silencios: ventrílocuos que mueven los labios sin hablar y apuntadores sin actores. Sus escenografías están pobladas de silencios, pues quería «contar la historia a través de su ausencia», como decía Margarit Duras.
Veinticuatro años después de su repentino fallecimiento, aquel artista universal continúa interpelándonos con la misma extrañeza: presentando la verdad de manera insólita, el juego teatral entre realidad y ficción, y una humanidad aislada y hermética.
Su pieza 'Todo lo que veo me sobrevivirá' adquiere ahora un aire profético: seguimos dejándonos sorprender por aquello que sus ojos vieron, y que, a través de ellos, llegó hasta nosotros. Quizás ahí se esconda una lección: transformar lo aprendido, crear- –sea como sea lo creado– y dejar, en ese gesto, una huella que pueda alcanzar a quienes vendrán después.
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