Putin 4 - Trump 1
El presidente ruso dominó claramente el encuentro entre los dos grandes líderes
Un antiguo asesor de Obama, poco simpatizante del actual presidente americano, comentaba estos días atrás: «Si en el encuentro Putin dice que quiere llevarse Alaska ... de recuerdo, Trump se la entrega».
Es una ocurrencia que traduce la fascinación que el ruso suscita en su colega estadounidense. Putin no ha pedido Alaska, aunque no le deben faltar ganas si recuerda que sus antepasados la vendieron por tres perras a Estados Unidos, pero ha dominado claramente el encuentro entre los dos grandes. El americano se ha volcado con él; aplausos al bajarse del avión, un cariñoso apretón de manos, le sube en su propio coche, le da prioridad en la breve intervención ante la prensa... y en el fondo de la entrevista Putin se lleva el gato al agua.
Trump había reiterado públicamente el día antes, y así lo había acordado con sus aliados europeos, que el alto el fuego en Ucrania era el principal objetivo de la entrevista y que de no producirse avances habría consecuencias en forma de sanciones. Y se ha tragado esta condición. No hay alusión alguna a las sanciones y se muestra comprensivo hacia el ruso. El enorme contraste entre el trato dado en la Casa Blanca a Volodímir Zelenski y el otorgado en Alaska a Vladimir Putin, sobre el que pesa una orden de detención del Tribunal Penal Internacional por haber secuestrado a miles de niños ucranianos, es demoledor.
El ruso le aduló y le manipuló con dos afirmaciones golosas para el americano. La primera, que la guerra no habría ocurrido si, hace tres años, Trump hubiera estado en la Casa Blanca. Y la segunda, que él no tuvo nada que ver en la campaña electoral americana anterior atacando a la otra candidata, Hillary Clinton. La primera afirmación es un sarcasmo. Si Putin aprecia tanto a Donald Trump, ¿por qué no para las hostilidades si este lleva ya siete meses en el poder? Y la segunda es una falacia, porque en verdad hubo insidios contra Hillary Clinton, odiada en el Kremlin, difundidos por Rusia y que le perjudicaron electoralmente en favor de Trump.
Si en los años sesenta Kruschev sacó una pobre impresión del joven Kennedy en su encuentro en Europa y se envalentonó dando luz verde al muro de Berlín y al despliegue de misiles en Cuba, Putin constata ahora que su colega yanqui posee una debilidad: tiene prisa por lograr un acuerdo a cualquier precio para redondear su fama de negociador y optar al Nobel de la Paz, algo que le obsesiona. Por el contrario, Putin no la tiene. Solo quiere ganar tiempo machacando a Ucrania. El sábado lanzó más de doscientos proyectiles sobre ese país, para que llegue debilitado a la mesa de negociación, y lo ha conseguido.
El ruso no ha cedido en lo principal, reitera que hay que considerar las «causas profundas» del conflicto antes de resolver nada. Una expresión que esconde que Ucrania debe renunciar a convertirse en una democracia occidentalizada y a querer entrar en la OTAN y en la Unión Europea. Es decir, debe renunciar a tener una política exterior soberana y aceptar la supervisión de Moscú. Y, por supuesto, quiere quedarse con una quinta parte de Ucrania. Algo, en su globalidad, inaceptable para los europeos. Ayer, los ocho países nórdicos, Suecia, Finlandia, Dinamarca..., reiteraron que las «causas profundas» de esta guerra son, en realidad, «la agresión y las ambiciones imperialistas de Rusia» y abundaron en que la experiencia demuestra que no se puede confiar en Putin.
Trump, a pesar de su verborrea, debe percatarse de que ha salido trasquilado. No logró el tan cacareado cese del fuego, la reunión duró la mitad e lo que se pensaba, no se celebró la cena prevista y el lenguaje corporal en las declaraciones a la prensa era elocuente: Putin, ganador, sonriente, relajado; él, cariacontecido. No hubo preguntas.
Europa reza ahora para que Trump no obligue a Zelenski a tragar lo intragable con insinuaciones y presiones. El americano ha dejado caer que hay que dar a Ucrania garantías de seguridad. Pero no todos los observadores se fían. Ni siquiera el votante americano, menos aún los ucranianos que ven al americano voluble diariamente y encandilado con el ruso.
Si el líder de Occidente despierta y colige que Putin no va a ceder en lo básico puede irritarse como hace dos semanas, cuando declaró que Putin vendía humo –algo que Melania le recuerda todos los días («te sonríe en el teléfono y esa noche bombardea y mata más que nunca»)– o bien se desentiende del tema como ocurrió con Corea del Norte. Kim Jong-un, al que había amenazado con pulverizar, le tomó el pelo, y él, viendo que el asunto era peliagudo, lo archivó. Se lavará las manos y dirá a su votantes que lo ha intentado, pero…
Y ahí viene el dilema para los europeos, tanto para los de la coalición de voluntarios de ayuda significativa a Ucrania, Alemania, Gran Bretaña, Francia, Polonia, los nórdicos, como los que lo hacen más de boquilla, España, Portugal... ¿Qué ocurriría si el lavado de manos de Trump implica un corte sustancial del envolvimiento americano? ¿Podemos suplirlo nosotros a corto y a medio plazo y con citas electorales ya en el horizonte? Ojalá sí, pero es dudoso.
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