La perpetua disputa
Se lo repito en múltiples ocasiones a un buen amigo, que desde la juventud milita en un partido político y luce con orgullo su particular ... carnet. La distancia entre los votantes y los militantes de cualquier formación tradicional se ha ensanchado. Por mucho que exista una coincidencia moral en los principios básicos, se ha agigantado el margen que les separa.
Es lo que ha traído la futbolización de la política. La gresca hace tiempo que agotó cualquier clase de utilidad, si es que alguna vez la tuvo, y entre la mayoría de la población ha calado hasta los huesos el hastío de que la agenda del día consiste, básicamente, en echar la culpa de todo al adversario. Una perpetua disputa que al ciudadano de a pie le resulta desmoralizadora, mientras que al militante, fiel a la jerarquía, le obceca aún más en su postura.
Da igual el tema: los incendios, la dana, el reparto de menores migrantes, la quita de la deuda autonómica… Los supuestos representantes de la democracia entienden que el daño político que les puede hacer la gestión de una crisis es mucho más importante que resolver eficazmente dicha crisis para hacer más fácil la vida de los ciudadanos que les han elegido.
Es que como si el sistema quebrase por completo cuando un partido gobierna a nivel nacional y otro, en la comunidad. Lo que se pensó como una posible fortaleza por equilibrar las alternativas de poder se ha convertido en una continua pendencia que convoca, cada vez con mayor motivo, a los extremismos. Es sencillo y proporcional: si a las personas que carecen de apasionamiento político, que son la mayoría, no se les ofrecen motivos para creer en la política, crecerá la antipolítica, con soluciones aparentemente sencillas para problemas complejos. Discutiendo si son galgos o podencos nos cargaremos lo que ha costado tanto construir. Pero, claro, a ver quién pone cordura entre tanto ruido. Imposible.
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