Silencio y aparte
Hay que tener presente que somos tan libres de opinar como de omitir hacerlo
Como si se tratara de un sistema incombustible que no cesa de producir, la actualidad inunda continuamente nuestras pantallas, pequeñas y grandes, de noticias de ... todo tipo y alcance, sean locales, regionales, nacionales o internacionales. Sin detenerse a juzgar el tratamiento que recibe toda esa información antes de ser presentada ante nuestros ojos —análisis que merece un capítulo aparte—, no cabe duda de que, frente a cada suceso, controversia política, declaración pública, proceso judicial mediático, conflicto armado o polémica de cualquier naturaleza, somos incapaces de no adoptar una postura subjetiva inmediata o de no incubar un juicio de valor equis. Esto convierte a cada individuo —más formado o menos formado, más experimentado o menos experimentado, más culto o menos culto— en opinante: una suerte de prerrogativa democrática, fruto de formar parte de este permisivo edén llamado Occidente, donde todo se convalida.
No es el propósito de este escrito comparar opiniones ni calificarlas: de esa turbulenta labor ya se encargan, en el ámbito digital, los censores itinerantes de las redes sociales —más preocupados de encasillar y de silenciar al disidente, que de construir algo útil—, además de los misioneros del pensamiento único en el plano del mundo real, identificables por el uso de mecanismos como elevar el volumen de la voz cuando la situación lo requiere, cerrar discrecionalmente los conductos auditivos en proporción directa al nivel de acierto argumentativo del otro participante o, según el nivel de pericia, utilizar cualquiera de esas muchas habilidades seductoras —algunas sutiles y vagamente comprendidas por la teoría de la comunicación— que tan pocos dominan.
Comoquiera que sea, se argumente lo que se argumente, el desencuentro está al acecho cuando se discute con el prójimo. Es más, da igual que el tema de actualidad abordado se ciña a la pequeñez más trivial imaginable: siempre hay chispas dispuestas a dar el salto al vacío de la intolerancia, ese lugar al que, cada vez con mayor frecuencia, se llega por el camino de una tolerancia mal entendida o aplicada. Asumido este panorama, y por el bien de la paz interior y de la urbanidad, parece más práctico que nunca ejercer el derecho a guardar silencio, haciendo bueno aquello de «pensar todo lo que se dice y no decir todo lo que se piensa». Lejos de implicar una actitud descortés o una posición equidistante, hay que tener presente que somos tan libres de opinar como de omitir hacerlo.
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