La agonía del federalismo
En tiempos tan difíciles como los actuales, uno llegar a dudar de que comportarse como una persona decente rinda la ganancia
El sistema federal corre el riesgo de desaparecer bajo la presión de poderosos enterradores. Como decía el chiste, «no es que este vivo, es que ... está mal enterrado». Siempre creí que la solidez del sistema federal estadounidense era tan evidente que no me dolían prendas al recomendar su adopción en España como una manera de subsanar sus ambigüedades, tan sistemáticamente abusadas por los gobiernos regionales, y dado que un posible retorno al sistema centralizado se antoja cada vez más utópico porque quizá se ha traspasado el punto de no retorno. La república federal funcionaba muy bien en Alemania y EEUU, donde coexisten culturas muy diferenciadas. Como es el caso en España; pero las diferencias se han acentuado de tal modo en los últimos 50 años, que se impone la necesidad de un mayor rigor constitucional.
Pues bien, veo ahora con horror que no solo el sistema es más vulnerable de lo que pensaba sino que, en el caso concreto de Estados Unidos, ha entrado en franca crisis y no se sabe dónde va a parar. No es que nuestro sistema autonómico esté mucho mejor; pero la salida federalista no me ofrece ahora las garantías que uno creía ver en ella.
En tiempos tan difíciles como los actuales, uno llega a dudar de que comportarse como una persona decente, regirse por sólidos principios éticos y morales, rinda la ganancia. Son los malvados quienes prosperan en proporción a su grado de maldad. Parecen ser los peores los que consiguen acceder a los puestos de poder y, una vez en ellos, se hacen con el control de los gobiernos y los países. Como decía Hobbes, en un Estado sin orden ni concierto los humanos viven en una guerra de todos contra todos, impulsados por el miedo y la desconfianza, «una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve».
La clave está en el citado orden y concierto. Más dañino aún que el autoritarismo es la decadencia del imperio de la ley. Hobbes lo predicó así en el siglo XVII, cuando aún quedaban un par de siglos de gobiernos autoritarios en Europa donde imperaría la ley. El modelo estadounidense de democracia no se extendió hasta el siglo XX.
A la Revolución Francesa –la de la libertad, la igualdad y la fraternidad– se le olvidó mencionar también la seguridad y el orden, sin los cuales la viabilidad de aquellas es totalmente imposible. No así a la revolución americana. Nada más distante del propósito de la Constitución estadounidense que la imposición trumpista del poder unipersonal (para contratar y despedir, arrestar y detener, retener fondos que previamente han sido asignados por el Congreso), la sistemática ruptura de las normas, como si la autoridad del líder no pudiese ser fiscalizada por ninguna otra institución; es decir, por el Congreso y la Judicatura. Trump es el arquetipo del demagogo, contra el que la Constitución americana tiene especial cuidado de proteger a la república mediante la división de poderes. Prevenir la demagogia de un líder popular que aproveche esa popularidad para centralizar el poder en sí mismo. Eso es lo que está en juego.
En los primeros años de la República Federal hubo un famoso debate entre Hamilton y Jefferson, ambos Padres de la Constitución, sobre cómo balancear el poder de los Estados constitutivos y el poder Federal; o, de forma más esencial, el equilibrio entre la libertad ciudadana y el ejercicio del poder. Debate que ha continuado hasta nuestros días y al que, hoy, Trump quiere darle la vuelta como a un calcetín. Por muy laxa que sea una teoría sobre la ilimitada potestad del poder ejecutivo, no puede llegar a justificar el intento de mantenerse en la presidencia después de haber perdido las elecciones, ni siquiera el incitar a la insurrección. Ambos, pecados capitales del actual interventor.
Hoy se han elevado exponencialmente las posibilidades de que un líder populista, como Trump, se adueñe del poder. Dado el empuje de los medios de comunicación, culminando en las redes sociales, llegamos al resultado de que el líder puede operar en directa comunicación con sus partidarios, haciendo caso omiso del respeto a las instituciones. El mismo problema que, mutatis mutandi, experimenta la España de las autonomías. Razón de mi desencanto respecto a la posibilidad de que un sistema federal pueda poner remedio al roto infligido a nuestro sistema por el recurso a gobernar a golpe de decreto. Algo que viene ocurriendo desde la primera legislatura de Aznar, pasando por Zapatero y Rajoy, hasta llegar al ínclito Sánchez.
Siempre nos quedará Berlín. De un tiempo a esta parte me he sentido atraído por la República Federal Alemana y he hablado de este modelo en lugar del americano. Aunque la RFA es vulnerable a su extrema derecha, aparentemente no ha perdido el control. Lo que no parece ser el caso de Estados Unidos.
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