Decadencia de Occidente
Las degradaciones de la política y la economía son en realidad síntomas de un deterioro más profundo y esencial, el de la cultura
Durante las últimas semanas he venido señalando la decadencia de Estados Unidos, la degradación política que culmina en Trump y la degeneración financiera ejemplarizada en ... Wall Street. Pero durante el último siglo Estados Unidos ha venido siendo el cascarón de proa de Occidente; todo lo dicho aplica a Europa, y el resto de países alineados con ellos, en gran medida.
Hace un siglo, Oswald Spengler hizo un monumental estudio de la decadencia en general, remontándose muy atrás en la historia, con el fin de diagnosticar la enfermedad que aquejaba a Occidente. En 'La decadencia de Occidente' (1918) concluye que las degradaciones política y económica son en realidad síntomas de una degradación más profunda y esencial, la de la cultura. Hasta el punto de que la economía y la política pueden ir aparentemente bien a corto plazo; mientras los valores y los principios culturales se van pudriendo –de dentro a fuera– hasta caer por su propio peso.
Al hablar de cultura hay que tener presente que se trata de dos aspectos sociales claramente diferenciados. Está la cultura intelectual, elitista, el 'mester de clerecía' tan apreciado a partir de nuestros siglos XIII y XIV; y está la cultura étnica, el conjunto de normas, creencias, valores y comportamientos de un determinado grupo, que no solo lo comparte sino que lo transmite de generación en generación y evoluciona con ella –por tanto, a un ritmo que no se mide en años sino por generaciones–. Esta última, de la cual daba una muy peculiar cuenta el 'mester de juglaría', se vincula con una identidad grupal basada en un patrimonio común, del que el idioma es solo su característica más evidente; la religión, la historia, la ascendencia y el estilo de vida terminan siendo más decisivos.
Pues bien, son estos atributos culturales los que se deterioran irremisiblemente con el paso del tiempo. Spengler recurre a un símil orgánico para explicarlo: como los seres vivos, dicha cultura nace, crece, madura y muere. La cultura occidental estaría en la fase final de su decadencia, un periodo caracterizado por el declive de su 'élan vital', el ímpetu o fuerza vital representado por la creatividad 'no mecánica', cuya brújula orienta la evolución y la propia vida. A distinguir de las demostraciones matemáticas o deterministas y de la tecnología. Según Henri Bergson, quien acuñó el término en 1907, esta fuerza encauza un impulso impredecible, responsable de la diversidad y complejidad de nuestras vidas. Spengler añade que el declive de la vitalidad creativa viene acompañado del aumento de guerras y conflictos, y pone el ejemplo de cómo se deterioró el imperio romano en su fase final.
Cuando la sociedad ha arrumbado en el trastero los principios morales que se han ido gestando en su seno durante generaciones, las normas que han encauzado y gobernado la convivencia se desvanecen y crean un vacío que viene a ser ocupado por una única ley: la ley del más fuerte. De pronto la idea de una guerra civil vuelve a ser verosímil impulsada por tensiones que, sumergidas durante siglos, ahora emergen a la superficie. Conflictos identitarios, polarización política, desconfianza institucional… se convierten en fuerzas centrífugas que destruyen los lazos sociales que mantenía unidos, en un proyecto atractivo de vida en común, a los ciudadanos. Lo que a nivel interno equivale a la entronización de un 'hombre fuerte' que establece la paz de los cementerios.
Hace tiempo que la eventualidad de un conflicto interno en Estados Unidos ha dejado de ser una especulación conspirativa para irse convirtiendo en realidad palpable. Así lo afirma un estudio de la Universidad de California basado en el análisis histórico de estos conflictos: una vez que se establece un estado intermedio entre democracia y autocracia, se aboca a una mayor inestabilidad política; lo cual da lugar a una regresión identitaria tribal (sudistas versus nordistas, rural versus urbano, conservadores versus progresistas). Aunque esta confrontación es evidente, no suele asociarse con la lenta degradación del sistema; se prefiere recurrir a negar una evidencia demasiado dolorosa, y se echa la culpa al enemigo interior y a fenómenos exteriores como la globalización.
Lo cierto es que hasta hace 50 años la población blanca estadounidense representaba el 90% del país; y dentro de 20 años se estima que habrá bajado al 50%. Son los grupos tradicionalmente dominantes los que recurren a la violencia para mantener su estatus y, en el proceso, entrar en irremediable decadencia.
Las probabilidades de que esta decadencia sea aprovechada por los países orientales para librarse de la dominación occidental, y que el mundo entre en un periodo similar al vivido tras la caída del Imperio Romano, es considerable. Entre este largo periodo imperial y el imperio español transcurrió un milenio caracterizado por la violencia, los conflictos locales y el desorden mundial. Pero, como ocurrió tras el imperio español, también es posible que potenciales imperios subsiguientes llenen ese vacío. China se lo está pensando.
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