El hartazgo
El fracaso de liberales y conservadores ha hundido a Occidente en un nihilismo crudamente autoritario que instaura la arrogante ley del más fuerte
De todos los sentimientos que los actos de los políticos provocan en el ciudadano de a pie quizá sea el hartazgo el que más preocupación ... me produce. El hartazgo es peor que la indignación; esta indica que el interfecto sigue teniendo fe en el sistema establecido, por lo que determinadas actuaciones desatan su ira y busca provocar una reacción correctora del desaguisado. El hartazgo, por el contrario, es fruto de sentir que el sistema se ha degradado a tales extremos, que no se abriga esperanza alguna de que pueda regenerarse. Estar harto significa que no se quiere saber nada más sobre este asunto y uno decide marcharse con la música a otra parte.
El hartazgo rara vez conduce a un cambio del régimen establecido que sanee realmente las instituciones. Habitualmente genera un caos que, sin remedio, conduce a la aplicación de medidas autoritarias no deseadas por las gentes del común. Medidas justificadas por los gobernantes como excepcionales, y convertidas en normales a medida que el deterioro, lejos de remediarse, se hace endémico. Momento en que los gobernantes utilizan verdades alternativas, puras manipulaciones de la verdad, para hacernos creer que los problemas han sido resueltos y que vivimos en el mejor de los mundos posibles.
Ante este panorama, tan devastado que estremece a todo Occidente, unos políticos lloran por la leche derramada mientras otros aprovechan la oportunidad para subirse al machito. Los que más lloran son los liberales, que habían soñado con que el mundo progresaría indefinidamente, pero ha venido la dura realidad y les ha hecho caerse de la burra ciega. Más conocidos como neoliberales, sus acólitos militan tanto a la izquierda como a la derecha, víctimas de que hoy los 'progres' han caído en desgracia. Nadie quiere comprarles su mercancía averiada a la que tachan de 'woke'.
Ideas tan apreciables como el feminismo o la igualdad más allá de la economía (sexo, color, etnia, nacionalidad, etc.) se han exacerbado a extremos inimaginables, con una alegría tan inconsciente como irresponsable, arrollando los valores tradicionales sin ninguna contemplación. Tras un primer cuarto de siglo donde campaban por sus respetos, convirtieron la ideología en fanatismo político. La tribu progresista pasó de respetar al individuo a imponer sus consignas; es decir, cayeron en el mismo pecado del que acusaban a sus oponentes. Consiguieron implantar un régimen, dictatorial de hecho, al que primero se resignaron las gentes del común y luego los empresarios y los gobiernos que se montaron al 'carro del vencedor'.
Los neoliberales ven hoy, sin dar crédito a sus ojos, como una victoria que creían irreversible se convierte en una derrota sin paliativos. Calificaron a todos los conservadores de fascistas, sin distinciones, y al hacerlo han resucitado algo que parecía muerto pero que solo estaba mal enterrado. El neofascismo ha despertado toda la furia acumulada clamando venganza, y se apresta a un ajuste de cuentas del que solo hemos visto el principio.
Tampoco supimos ver a tiempo el daño que los llamados 'woke' estaban infligiendo al feminismo genuino y a los grupos minoritarios. Estos vieron una ventana abierta y salieron por ella para estrellarse contra el duro suelo de la realidad real. Durante unos lustros las sociedades occidentales parecieron ser más igualitarias, inclusivas y diversas –el famoso eslogan neoliberal– pero todo ha resultado ser un espejismo.
El liberalismo se ha quedado sin discurso, frente a unos conservadores que también se habían quedado sin discurso tras el final de la Primera Guerra Fría. El fracaso de ambos ha hundido a Occidente en el nihilismo. Las grandes empresas, los bancos más poderosos, los mayores operadores en bolsa, se apresuran a marchas forzadas a adaptarse a la 'nueva' realidad política obedeciendo, por un lado, a un infalible instinto de conservación y, por otro, al miedo a la represalias. Un nihilismo ultranacionalista, falsamente conservador, crudamente autoritario, instaura la arrogante ley del más fuerte que atrae al inconsciente colectivo cuando la incertidumbre, y su prima-hermana la inseguridad, producen insoportables pesadillas nocturnas. Una falsa bocanada de aire fresco a la que agarrarse como última tabla de salvación.
Todo lo cual produce el hartazgo como su sedimento más destilado. Una pócima ponzoñosa que lleva sin remisión a la decadencia de Occidente, y abre las puertas a una nueva civilización en la que intuimos que los mayores de treinta años seremos un cero a la izquierda. El futuro siempre es de los más jóvenes; pero eso no garantiza que será mejor que el pasado que todavía hoy representamos. Lejos de mí la idea de que 'cualquier tiempo pasado fue mejor'; lo que quiero decir es que ese pasado, ni mejor ni peor, se habrá consumado para dejar paso a un presente que no va a reconocer ni la madre que lo parió. Es decir, mi generación: fuimos polvo y de ese polvo vienen estos lodos.
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