Jet-lag
La aceleración histórica que hemos experimentando a todos los niveles ha derivado en las reacciones que vivimos en la actualidad
Allá por los años 50 del siglo XX, cuando yo era un chiquillo de 10 años, el viaje entre España y América se hacía por ... barco. Desde Santander hacían la ruta el Guadalupe (¿o era el Marqués de Comillas?) y el Covadonga. Tardaban en hacerla arriba de 20 días, tiempo más que suficiente para que el cuerpo se fuera adaptando al cambio de huso horario; alrededor de seis horas de diferencia según los lugares y las manipulaciones políticas del Meridiano de Greenwich. Hoy ese trayecto se hace, en avión, en cuestión de ocho-11 horas según los lugares y los vientos. Es imposible que el cuerpo se adapte totalmente a ese cambio en menos de un día por hora de diferencia horaria, o sea una semana. El fenómeno del Jet-lag, el trastorno físico que produce el cambio súbito de huso horario, es algo históricamente muy reciente. No llega ni a los 80 años.
¡Como tantas otras cosas! Me digo. De hecho, el Jet-lag me parece un síntoma paradigmático de la aceleración histórica que estamos experimentando a todos los niveles –técnicos, sociales culturales...–, de cómo esa aceleración es resentida por nuestro cuerpo serrano, incapaz de adaptarse al frenético ritmo de los acontecimientos. Lo cual me trae a la memoria otra imagen paradigmática: la Reina Roja de 'Alicia a través del espejo' (Lewis Carroll) corriendo hasta quedar sin aliento, no para avanzar sino para permanecer en el mismo sitio; para que los acontecimientos no la dejen atrás, arrumbada en el vertedero de la Historia. «Si se quiere llegar a alguna parte, hay que correr por lo menos dos veces más rápido», le dice la Reina a Alicia. Que el escenario elegido por Carroll sea un tablero de ajedrez hace aún más verosímil esta metáfora de la sociedad actual.
Durante décadas hemos estado sometidos a una globalización económica cuyos principales mandamientos eran: apertura al mercado internacional sin restricciones, total libertad de circulación de capitales, cadenas de suministro internacionalmente integradas entre Europa, EE UU y China; lo cual generó una prosperidad asumida como principal objetivo por nuestros dirigentes, como si se tratara de un artículo de fe. Aunque el sistema incrementó exponencialmente las diferencias entre el 1% de la población más rica (hoy, por ejemplo, propietaria del 40% de la riqueza generada en Estados Unidos) y el resto de la población, lo cierto es que la subida de la marea elevó a todos los barcos, si bien en la desproporción señalada. Esto aseguró la paz a escala Europea y promocionó la democratización del sur de Europa.
Por otra parte, tamaña ampliación de los mercados fue el catalizador que aceleró la revolución tecnológica, a extremos imposibles de asimilar por el ciudadano de a pie. (No nos dejemos engañar por los juguetes que nos han traído los Reyes Magos de la tecnología para mantenernos entretenidos todo el santo día). Hay que tener en cuenta que hasta la creación de la OCDE (1961) los principios que habían regido las economías nacionales, por los siglos de los siglos, fueron los opuestos a la globalización: primacía del mercado nacional, limitaciones a las salidas de capitales, cadenas de suministro limitadas a la escala nacional. Añadamos a esto los desastres que está produciendo un calentamiento global que tiene a la población con el corazón encogido.
Todo ello ha hecho que el consenso global entre las democracias más o menos liberales, el cual se sostuvo hasta la crisis financiera de 2008, a partir de entonces haya entrado en una crisis permanente: regresión de los mercados, austeridad fiscal, impuestos regresivos, proletarización de la clase media, endeudamiento, inflación. El creciente descontento se está reflejando en el florecimiento del populismo, que pretende regresar al viejo orden mundial anterior a la globalización. Brexit y Maga son los ejemplos más evidentes, pero la Unión Europea también se revuelve para reducir la dependencia de mercados no europeos, mientras India, Brasil, Indonesia y otros recurren al proteccionismo, imitando a la América trumpista.
Los más optimistas piensan que se trata de una crisis temporal. Otros piensan que esto no tiene freno y marcha atrás: las cadenas de suministro global han cedido a la presión exterior, la interdependencia económica se ha convertido en un arma arrojadiza en manos de los más poderosos, la energía, los semiconductores, las tierras raras, se utilizan como palancas del poder geopolítico. La política económica democrática –el beneficio mutuo– se ha convertido en una competencia de suma cero.
Personalmente prefiero leerlo como síntomas inevitables del Jet-lag producido por una aceleración histórica sin precedentes. Un Jet-lag que no se mide en días, sino que puede tomar años, incluso toda una generación. Sea como fuere, estoy convencido de que la humanidad sabrá superarlo como ha venido haciendo desde que el mundo es mundo. Eso sí, cuando las aguas vuelvan a su cauce tras este diluvio universal, el paisaje va a resultar irreconocible. Un reto que deberán afrontar nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos.
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