Alguien conducía los trenes
La única manera de parar el genocidio en Gaza es que Israel sienta la amenaza real de convertirse en un Estado paria
Historiadores del Holocausto han recurrido a expresiones similares al título de este artículo para poner el énfasis en los miles de civiles alemanes que colaboraron ... en el genocidio judío, sin tener por ello, no ya responsabilidad penal individual, sino sentimiento de culpa alguno. Lo que realmente estremece de la Alemania nazi es que nadie –desde quienes ordenaron, planificaron y ejecutaron el asesinato de millones de personas, hasta los técnicos que fabricaban el ácido cianhídrico con el que se las gaseaba o los conductores de los trenes que las transportaban hasta los campos de exterminio– parecían sentir ningún remordimiento por lo que estaban haciendo. Era, en palabras de Hannah Arendt, la banalidad del mal. Y tanta maldad fue posible porque millones de buenos alemanes consintieron, miraron para otro lado o se engañaron a sí mismos tapándose los ojos para no ver lo que estaba ocurriendo delante de sus narices.
Ochenta años después de Auschwitz, asistimos al exterminio del pueblo palestino. A las cifras de decenas de miles de civiles gazatíes asesinados por el ejército israelí, al bombardeo de campos de refugiados o a la destrucción de hospitales y escuelas, se suman ahora miles de niños y niñas palestinas muriendo de hambre. Las imágenes escalofriantes de estas víctimas de la hambruna impuesta por el Gobierno de Tel Aviv rememoran inevitablemente a los prisioneros de los campos de concentración liberados por los ejércitos aliados al final de la Segunda Guerra Mundial. Las tropas norteamericanas del general Patton, cuando entraron en el campo de Buchenwald, fueron las primeras en documentar aquel espanto, al tiempo que obligaron a la cercana población de Weimar a acudir al campo de concentración para que contemplara los horrores que durante años intuyeron que estaban sucediendo cerca de sus hogares pero que no habían querido conocer. Ahora Gaza es un enorme campo de exterminio en el que a diario mueren cientos de personas víctimas de la violencia, las enfermedades y la inanición como método de guerra; y nosotros, los occidentales, contemplamos a través de la televisión, internet y las redes sociales todas estas imágenes, muy parecidas a las que vieron los civiles de Weimar hace ochenta años. La historia se repite, y, en este caso, no como una comedia.
El 21 de noviembre de 2024, la Corte Penal Internacional ordenó el arresto de Benjamín Netanyahu por crímenes de guerra y de lesa humanidad. No tengo dudas de las responsabilidades penales del primer ministro de Israel, del mismo modo que tampoco dudo de que ningún Estado se va a atrever a detenerlo, al menos mientras cuente con la protección de Estados Unidos, responsable político último de lo que ocurre en los territorios ocupados de Palestina, y en Gaza muy en particular. Por su parte, los gobiernos europeos y la UE en su conjunto han adoptado una posición de colaboradores secundarios con el genocidio palestino: mantienen relaciones diplomáticas y comerciales con Israel, algunos le siguen vendiendo y comprando armamento, comparten tecnología militar, se sientan con él en las instituciones internacionales o coinciden en todo tipo de eventos culturales, artísticos, deportivos, etc. El Gobierno de Netanyahu no parece, de momento, muy preocupado con las políticas de los gobiernos europeos respecto de Gaza, de la misma manera que tampoco a los jerarcas del Tercer Reich debió de quitarles mucho el sueño la predisposición de los químicos para fabricar gases venenosos o de los maquinistas de tren para transportar a millones de personas hacia la muerte.
Queda, por último, hablar del papel de las sociedades europeas en toda esta tragedia; nuestro papel. Podemos adoptar una actitud pasiva o podemos movilizarnos contra el genocidio palestino. Podemos escoger la misma postura que tuvo una mayoría de la sociedad alemana durante el régimen nazi, es decir, mirar hacia otro lado para no ver el Holocausto, o podemos, por el contrario, hacer uso de todos los mecanismos de protesta ciudadana que están a nuestro alcance para oponernos al exterminio del pueblo palestino. Las sociedades europeas tenemos muchas maneras para poder presionar y cambiar las políticas de unos gobiernos que, en teoría son sensibles a las opiniones públicas y que, en la práctica, dependen de nuestros votos. La única manera de parar el genocidio en Gaza es que Israel sienta la amenaza real de convertirse en un Estado paria, como lo fue en su día Sudáfrica; y, para ello, la ciudadanía europea tenemos el deber de presionar a nuestros gobiernos exigiendo que rompan todo tipo de relaciones con el Estado de Israel. No hacerlo supondrá la debacle moral de toda una sociedad, una vergüenza idéntica a la que pasaron los habitantes de Weimar al contemplar los horrores de Buchenwald y una carga histórica de culpabilidad que arrastrarán durante años nuestros descendientes.
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