La tiranía del gen
En este delicado equilibrio entre evolución y azar se escribe, generación tras generación, nuestra historia biológica
David nació hace pocos días. El cribado neonatal para detectar precozmente enfermedades congénitas ensombreció la alegría de sus padres cuando el resultado indicó una sospecha ... de enfermedad metabólica. Su pediatra solicitó un estudio genético para confirmar el diagnóstico y, tras unas semanas de larga espera, otro resultado levantó un muro de preocupación y dudas en los desconcertados padres. David tenía una mutación en un gen: la causa de su enfermedad.
Pero tras la tormenta llega un rayo de esperanza. La detección temprana hace posible un tratamiento que evitará muchos de los síntomas de la enfermedad. Este caso ejemplifica cómo la genética está ayudando a ejercer una medicina personalizada, y sobre todo preventiva, en pacientes con enfermedades raras.
Es cierto que la gran mayoría de estas enfermedades no tiene cura hoy día, pero eso no significa que no se pueda intervenir con terapias que evitan o reducen las manifestaciones clínicas.
El 26 de junio del año 2000, el presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, anunció que se había completado el primer borrador del genoma humano diciendo: « Hoy, estamos aprendiendo el lenguaje con el que Dios creó la vida». En la actualidad sabemos que esa frase es más impactante que real.
Leer el genoma humano no nos dice nada sobre cómo funciona la vida. Pretenderlo es como creer que, leyendo el diccionario, entenderemos cómo funciona la literatura.
El genoma es un código de tres mil millones de letras y la célula tiene que leer los mensajes que contiene, interpretarlos y traducirlos en proteínas, que son la base de la vida. Comprender cómo funcionan, cómo se relacionan con las células y qué información les transmiten, sí nos acerca a entender cómo funciona la vida y, por lo tanto, a comprender mejor las enfermedades.
Pero, ¿por qué se producen mutaciones en nuestro genoma?, ¿qué ventaja obtiene la vida con estos cambios? Las mutaciones son una parte esencial de la evolución humana. Nosotros no somos el punto final de un proceso que comenzó en los primeros homínidos: la evolución sigue su curso, pero tan lentamente que no somos conscientes de ello, ni lo serán las siguientes generaciones.
El Homo sapiens (o sea nosotros) lleva evolucionando unos 300.000 años. Esta evolución viene marcada por la necesidad de adaptación a los factores externos. Los individuos con un código genético más favorable a resistir condiciones adversas tienen mayores probabilidades de supervivencia y de transmitir esas capacidades genéticas a su descendencia.
Pensemos en el cambio que se originó con el paso de una vida nómada de cazadores recolectores a otra marcada por un estilo de vida más sedentario, basado en la agricultura y ganadería, lo que se conoce como revolución NeolíƟca. Este proceso, que comenzó hace más de 10.000 años, necesitó de adaptaciones genéticas.
Una de ellas sucedió con el paso a una dieta rica en cereales. Había que digerir carbohidratos complejos y apareció un cambio genético en el gen AMY1, productor de amilasa, que permió digerir el almidón de forma eficiente. Otros ejemplos incluyen la adaptación a dietas agrícolas o a las nuevas amenazas del sistema inmune con la aparición de enfermedades infecciosas.
Pero, ¿qué pasa en una escala de tiempo mucho más reducida: durante la vida de un individuo? Cada persona tiene unas 150 mutaciones nuevas (de novo), que no están presentes en el genoma de sus padres. Estas mutaciones espontáneas contribuyen a la diversidad genética. La gran mayoría de las mutaciones de novo no tiene consecuencias en la salud de la persona, aunque pueden generar una característica no presente en la familia. En ocasiones, alguno de estos cambios afecta a un gen con funciones importantes y se desarrolla una enfermedad genética, que, por ser poco frecuente, llamamos enfermedad rara.
No podemos detener los cambios en el genoma humano. Este proceso es universal y afecta a todos los seres vivos. Nos ha permitido llegar hasta lo que somos hoy. Los genes seguirán evolucionando en las generaciones futuras, asegurando la vida, pero también sometiéndola a la incertidumbre de sus cambios. En este delicado equilibrio entre evolución y azar se escribe, generación tras generación, nuestra historia biológica.
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