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El 14 de marzo del año 2013 se dio una curiosa coincidencia: las entidades de poder que lideran los dos mayores colectivos en nuestro planeta ... anunciaron a sus nuevos dirigentes. Cada una de ellas 'guía' (aunque de muy diferente manera) el destino de un quinto de la Humanidad. Ambas estructuras representan élites (elegidas por una cúpula), meritocráticas, jerárquicas y opacas, comprometidas con la causa que las une y gobernadas bajo parámetros de centralismo democrático. Aquel día, por un lado, el Partido Comunista Chino, que gobierna el destino de más de 1.400 millones de habitantes de la República Popular, anunciaba la elección de Xi JinPing como presidente. Por otro, el Vaticano, proa de la Iglesia Católica en el mundo, elegía como nuevo timonel de aprox. 1.400 millones de almas al recién difunto Papa Francisco. Al fallecer este último y producirse la reciente 'Sede vacante', Pekín expresó sus condolencias, pero no envió ningún representante oficial al funeral (lo que contrasta con la presencia de más de 60 jefes de Estado y de gobierno). Y es que la relación entre la Santa Sede de San Pedro y Pekín, no es fácil ni fluida. Los motivos para ello abundan.
El primero de todos es que los chinos ya estaban ahí desde mucho antes del advenimiento de Jesucristo. No es una idea baladí. En Occidente, acostumbrados como estamos a marcar estándares universales como si nuestros hitos y parámetros fuesen los de todos, a menudo olvidamos que cuando nosotros marcamos el año 0 –el comienzo de la era cristiana, hace 2025 años, con el nacimiento de Jesús de Nazaret– la civilización china ya tenía una historia rica, compleja y milenaria que se retrotraía no menos de 1.500 años y que, para entonces, hacía siglos que había alcanzado un nivel de progreso cultural, económico y tecnológico que Europa no logró hasta bien entrado el siglo XIII. El confucianismo ya era doctrina oficial de un Estado chino que ordenaba su vida política, familiar y moral, lideraba en astronomía, medicina, matemáticas, agricultura y literatura, había desarrollado una burocracia meritocrática, un sistema educativo estructurado y una visión del mundo profundamente sofisticada, además de haber desplegado rutas comerciales que conectaban China con regiones lejanas como Persia y el Mediterráneo (a donde llegaban la seda, la porcelana o el té chinos).
Aquella China Antigua (de la que es heredera en valores, creencias, estrategias y lógicas la actual RPC), ya promovía una visión relativista y pragmática del mundo, en contraste con la doctrina moral inmutable y las verdades absolutas que aún defiende la Iglesia católica, haciendo honor a su nombre.
Las paradojas abundan: China es el principal fabricante de biblias del mundo pero, pese a ser el libro más vendido (y leído de la historia), en él no hay una sola mención, tanto en su parte hebrea (Antiguo Testamento) como en la cristiana (Nuevo Testamento), a la nación más grande, poderosa, poblada y rica contemporánea a su tiempo, pues fue escrita por y para comunidades con un horizonte geográfico muy estrecho, situadas en una pequeña franja del mundo: el antiguo Creciente Fértil, que abarca lo que hoy conocemos como Israel, Palestina, Egipto, Mesopotamia, Persia, Asia Menor y eventualmente el Imperio romano. En fin, un mundo completamente ajeno a China. De hecho, los célebres tres reyes magos del 'Lejano Oriente' provenían de lugares no más distantes de Belén que Persia (Irán actual), Babilonia (Irak actual) y Arabia o el desierto sirio (actual Yemen/Oman). China no estaba en su radar.
Además, el proselitismo cristiano y la estructura de la Iglesia católica han traído no pocos traumas al Reino del Centro, pues históricamente han estado asociadas con movimientos subversivos en manos de las potencias occidentales, que utilizaron la religión como herramienta para expandir su influencia en China. Son ejemplos de ello la Guerra de los Boxers o la Rebelión Taiping en el siglo XIX que, tras 14 años y 25 millones de muertos, es el conflicto más sangriento de la historia de China. Desde la llegada de los jesuitas en el siglo XVI, con los fenomenales Matteo Ricci y Diego de Pantoja a la cabeza, los misioneros católicos han intentado convertir a los chinos y el apostolado ha sido visto por Pekín como una imposición de valores extranjeros que desafía las normas culturales y sociales chinas, por exportar principios no siempre compatibles con los consustancialmente confucianos.
Así, la autoridad espiritual que exige el catolicismo al Papa en Roma y la gigantesca capacidad de movilización que tiene la Iglesia católica representa una amenaza potencial a la soberanía y estabilidad del poder de Pekín, que desconfía de la frase «La Iglesia no tiene agenda política» en boca de un Papa. Sin embargo, pese a todos los desencuentros y tiranteces seculares, la inclusión insólita de una oración en chino mandarín durante la ceremonia funeraria en honor del Papa Francisco –a cargo del cardenal chino Liu Bo–, simboliza un reconocimiento a los cerca de 10 millones de católicos de China y la voluntad de la Iglesia de continuar construyendo puentes con la RPC. El mejor de ellos sería que la próxima fumata blanca anunciase el nombramiento de un papa chino…o al menos filipino. Pero no caerá esa breva…
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