El embajador invisible
Mucho se habla de Marco Polo pero nada de Rabbar Bar Sauma
En un rincón polvoriento de la Historia aguarda uno de los viajes más extraordinarios de la Edad Media. No lo firma un europeo con nombre ... de aeropuerto ni un aguerrido caballero con armadura, sino un monje cristiano nestoriano de ojos rasgados y acento de la estepa: Rabban Bar Sauma. «¿¿Rabbaba… qué??». El primer diplomático oriental en pisar Europa: un chino cristiano, nacido en las afueras de lo que hoy es Pekín, que se pateó medio mundo —sin GPS, Google Maps ni Airbnb — y terminó codeándose con reyes, papas y emperadores europeos. Uno de los tipos más interesantes del siglo XIII y del que nadie nos ha hablado nunca. Un pionero de los intercambios intercivilizatorios entre Asia y Europa, que personificó el cruce entre culturas, religiones y geografías. Bar Sauma no era un turista con síndrome de Lonely Planet, sino un tipo de ferviente fe en Cristo nacido dentro del crisol cultural del imperio mongol (un experimento globalizador que juntaba en la misma mesa a musulmanes, cristianos y budistas). Nuestro protagonista, acompañado de su discípulo Marcos, inició su viaje con la intención de peregrinar a Jerusalén… solo que la Historia —y unos cuantos ejércitos mamelucos— tenía otros planes y aquel viaje se convirtió en algo mucho más fascinante: una misión diplomática oficial encargada por el Gran Khan de la China, con el objetivo de convencer a los reinos cristianos de Europa de unirse en coalición militar con los mongoles contra los musulmanes mamelucos para recuperar Tierra Santa. «Espera un momento: ¿¿una alianza cruzada desde el Este??». Spoiler: no funcionó, pero qué odisea, amigos… presenció la erupción del volcán Etna en 1287, una batalla naval entre las flotas de Aragón y Nápoles en la bahía de Sorrento y, acompañado por una comitiva de 30 animales de tiro y exquisitos regalos diplomáticos, su embajada resultaba tan exótica y majestuosa que asombró a reyes y emperadores.
Decir que Rabban Bar Sauma fue 'Marco Polo al revés' suena a titular facilón (y lo es) pero, mientras el joven veneciano exploraba el Oriente con los ojos abiertos como platos, Bar Sauma cruzaba la ruta inversa, desde Dadu (hoy Pekín) hasta Burdeos, pasando por Bagdag, Samarcanda, Mosul, Constantinopla, Génova, París y Roma. Todo ello cargando cartas del Khan mongol, joyas persas y lujosas sedas. Bar Sauma llegó a una Europa que olía a peste, cruzadas fallidas y rivalidades intestinas, mientras Roma padecía bloqueada por un cónclave interminable y moribundo. Imaginemos la insólita escena: un monje oriental, de barba recortada, hablando en persa a través de intérpretes, proponiéndole a los líderes de la Cristiandad una alianza con los temibles mongoles para tomar Jerusalén. Fue recibido con honores por Felipe IV el Hermoso de Francia, Eduardo I de Inglaterra y el emperador del Sacro Imperio… pero su objetivo era el Papa. Bar Sauma, ajeno a las intrigas vaticanas, esperó pacientemente mientras los europeos se mataban entre sí o morían de tifus. Y, cuando por fin se reunió con el Santo Padre, descubrió lo que tantos otros: que Europa, unida, es invencible pero fragmentada es vulnerable y pierde gran parte de su influencia en el tablero internacional. Nada nuevo. El Pontífice, amablemente, rechazó la oferta y le propuso someterse a su autoridad. Tras el fracaso diplomático, Bar Sauma puso rumbo a Oriente y escribió sus memorias. En ellas dejó testimonio de un Occidente con ciudades decadentes, reyes inseguros, clérigos en guerra y un paisaje social más cercano a la Edad de Bronce que al Renacimiento.
Su manuscrito permaneció olvidado durante 600 años. Guardado en una remota comunidad nestoriana de Anatolia, fue redescubierto como se descubren las mejores cosas: por accidente y con mucho polvo encima. Si hubiese sido europeo y católico, su historia llenaría hoy películas y novelas. Pero era nestoriano (lo que equivalía a ser hereje para la Iglesia romana) y, además, oriental (lo que equivale a ser invisible a ojos de una Historia eurocéntrica). Mientras Marco Polo narró (con no poca fantasía) las «maravillas del mundo oriental», el diario de Bar Sauma es un relato sobrio y factual donde describe lo que le parece raro, absurdo o fascinante de la Europa medieval. Mientras Polo, en nombre de quien se bautizan colegios, calles y touroperadores, se convirtió en icono de la curiosidad occidental, Bar Sauma fue borrado de los anales por cuestiones teológicas y geopolíticas. Lo suyo no era «descubrir el otro mundo», sino mirar Europa con ojos extranjeros, sin exotismo, pero con una mezcla de exploración asombrada y diplomacia. Su legado nos sirve como inspiración para repensar los vínculos entre culturas en un mundo multipolar pero, en realidad, la verdadera moraleja es que la Historia no se escribe desde la verdad, sino desde el poder y sólo hay dos maneras de contarla: una, la de los libros de texto y los finales de película. La otra es la de los personajes que no conquistaron nada, pero aprendieron a observar todo; que no fundaron imperios, pero entendieron civilizaciones con una mirada casi inexistente en la historiografía medieval… y que no dejaron monumentos, pero sí preguntas y una llamativa perplejidad al describir una Europa dividida y decadente. En el fondo, nada que ocho siglos después deba sorprendernos.
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