La gran jugada
¿Que tienen en común la fábrica global y el colmado universal?
China ha logrado lo que parecía imposible, la 'cuadratura del círculo': va camino de ser autosuficiente y, a la vez, imprescindible para el mundo. A ... nivel macroeconómico con sus cadenas de suministro globales, cuanto más dependemos de ellos, menos dependen ellos de nosotros. Mientras tanto, a escala micro (de papelería, juguetería, mercería o ferretería de barrio desaparecidas), nuestro comercio de proximidad nos ofrece toda una metáfora: los chinos también han logrado que podamos vivir sin ferreteros, sin papeleros, sin tenderos, pero no sin sus Hiper Asia. Nada es accidental, tampoco la transición de China de ser la 'fábrica barata del mundo' a la gran potencia industrial que ya define las reglas del juego tecnológico. La misma lógica que explica que hoy China pueda plantarle cara a Estados Unidos en la guerra arancelaria es la que explica que ahora en tu barrio no te quede otra opción que comprar el pelapatatas, el papel de envolver regalos o los calcetines al chino de la esquina: no tiene competencia (en el sentido literal de la expresión) y la situación responde a una estrategia de largo aliento. Desde el dominio de las tierras raras —sin las cuales no hay coche eléctrico, ni ChatGPT ni tampoco aerogeneradores — hasta el desarrollo de la inteligencia artificial, China no improvisa: planifica generando una dependencia estructural de países y empresas de sus manufacturas, especialmente en sectores como la electrónica, las renovables o la farmacéutica. Mientras tanto y en paralelo, en nuestras ciudades y pueblos, una estrategia equivalente se ha ido imponiendo en el comercio de cercanía silenciosamente y por goleada: el bazar chino se ha expandido sin necesidad de propaganda ni Ministerio de Comercio, pero empleando esa misma lógica ya aplicada al comercio global: control de la cadena de compra, precios bajos de entrada, disponibilidad horaria y fidelización por necesidad. Si China integró los nodos críticos del suministro planetario, el bazar conquistó nuestras rutinas. Y ambos lo hicieron sin disparar un solo tiro. Ojo, no tiene poco mérito.
La gran jugada —tanto de Pekín como del bazar— consiste en lograr que China no nos necesite, mientras nosotros no podamos prescindir de ella. El modelo de Pekín garantiza la paz en un mundo que no pueda funcionar sin China. El modelo del bazar chino busca que el consumidor no pueda vivir sin él, con una lógica no sólo económica, sino sociológica: una tienda que te ofrece un poco de todo, a cualquier hora, un templo del 'por si acaso' moderno donde se ha sustituido la previsión por la inmediatez, la planificación doméstica por la confianza en el horario extendido. «¿Para qué guardar pilas de varios tipos en casa si el bazar abre a diario hasta las diez?». Igual que se ha terciarizado la economía occidental, a ese consumidor hoy despreocupado lo ha precedido una realidad dolorosa: la desaparición del tejido comercial tradicional. De igual modo se han desindustrializado las economías occidentales (con la correspondiente pérdida de fábricas, empleo cualificado y oficios técnicos), desconectando nuestras sociedades de los procesos productivos de los que depende nuestro bienestar material (y nuestra propia soberanía). Las cadenas de suministro que parten de China (el ecosistema industrial más integrado y completo del planeta) encuentran su eco en la acera de cualquiera de nuestros barrios: ¿tú necesitas una linterna? Sólo ellos la tienen a menos de 5 kms. ¿El mundo necesita dispositivos para la transición ecológica? Sólo ellos los producen... y cuando nos sentimos 'atrapados' en esas vulnerabilidades fermentadas a lo largo de décadas y queremos darle una pensada a un modelo de suministro excesivamente dependiente, ya es tarde. Occidente compra y consume la mercancía de un coloso que no necesita sus valores ni su arquitectura moral.
Los bazares, por su parte, no son sólo negocios: representan tejidos invisibles de cooperación ('guanxi', le llaman los chinos), lealtad y pragmatismo empresarial. Y mientras nosotros pedimos préstamos al banco con avales, ellos pagan en efectivo, con ayuda de familiares, financiándose como antes lo hacíamos aquí, cuando las familias eran redes económicas y afectivas, la palabra valía más que la firma y el tendero de la juguetería conocía los nombres y los cumpleaños de tus hijos. Y sin embargo, no celebramos su modelo. Lo consumimos, pero no lo imitamos. Lo usamos, pero no lo respetamos porque nos recuerda que fuimos eso alguna vez: un país de tenderos, de talleres, de fábricas, de oficios. Hoy, nuestra clase media (no sólo como estrato económico, sino como columna moral) se disuelve. Ojo… ni Pekín ni los bazares chinos son culpables de nuestra decadencia, pero sí son síntomas visibles de ella. Nos muestran que, al final, no hemos sido víctimas de una gran conspiración exterior, sino del abandono interior. Porque si todo puede comprarse más barato, todo puede también perderse más fácilmente: el empleo, el barrio, nuestro tejido industrial, nuestra autonomía y nuestra propia soberanía. Nosotros hemos hecho de la conveniencia y la desindustrialización una ideología. China ha sabido hacer del comercio una herramienta de poder. Ahora el bazar abre cada día mientras el resto liquidan existencias por cierre. El problema no es lo que ellos hacen, sino lo que hemos dejado de hacer nosotros. Ya lo decía mi abuela: lo barato sale caro.
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