Personales vueltas al sol
Existen tantas formas de decir 'estoy vivo' como de mirar al mundo
Quizás esa íntima celebración de cada vuelta que da el planeta al sol, desde que uno viene al mundo, no sea una medida del tiempo ... sino un género literario. En buena parte del planeta y desde hace algunos años, la festejamos con velas y tartas, con tarjetas de felicitación y brindis. Pero no siempre fue así: hubo un mundo egipcio en el que el primer cumpleaños no se celebraba al nacer, sino al coronarse un Emperador. Es decir, uno nacía tantas veces como Emperadores se coronaban a lo largo de su vida. Durante siglos, la Iglesia cristiana consideró la celebración de los cumpleaños una práctica pagana y conmemoró, en su lugar, el dies natalis (la muerte) de santos y mártires, como si el auténtico alumbramiento ocurriera precisamente al final, cuando por fin uno lograba saber quién había sido. Los griegos, por su parte, hacían un pastel redondo como la luna y lo llevaban al altar de Artemisa donde le clavaban velas que nadie soplaba, pues debían consumirse solas en justo símbolo de cómo transcurre la vida: cuanto más tardaban en arder, mejor pronóstico. Imagino a los invitados a aquellas celebraciones de aniversario mirando el fuego, en silencio, esperando interpretar el augurio de la longevidad, deseando que la llama hiciera su trabajo sin apresurarse. Pero la vida moderna nos ha vuelto impacientes y hoy pedimos deseos (en secreto o a pulmón lleno) mientras apagamos las velas de un solo soplo. Hay belleza en las dos escenas: la de la espera y la del ímpetu.
Existen tantos mundos en este mundo como formas tenemos de mirarlo quienes lo habitamos. También de conmemorar los natalicios. Así, en Chile mantean al cumpleañero tantas veces como años celebra. En Perú lo bautizan con harina y huevos. En pequeños pueblos del Rin, si llegas soltero a los treinta te ponen a barrer la calle mientras tus amigos tiran basura allí donde estás barriendo: un ensayo general de convivencia marital para que las chicas casaderas tomen nota de cómo se maneja el candidato con la escoba en la mano. En España y Argentina tiramos de las orejas, en Méjico no puede faltar en la celebración una piñata llena de juguetes o dulces, en Escocia e Irlanda ponen a los niños 'bocabajo' y les agitan tantas veces como años cumplen, mientras que en Paraguay cuentan los años con palmadas en la espalda. En la República Dominicana se riega con agua la calle mientras en ciertos lugares de África se esparcen sal y alumbre en el suelo del primer cumpleaños, para que la casa aprenda a estar en paz. Hay quien, con calculadora en mano, anuncia que, en vez de cumplir 46 años, lleva 16.802 días (o 2.400 semanas o 552 meses) sobre la faz de la tierra. Como quien muestra un ticket de caja muy largo: transformando su biografía en contabilidad poética; sin solemnidad, reconciliándose con un inventario de tiempo. El ser humano ha convertido el homenaje a la propia vida y al paso de los años en un teatro ambulante de pequeñas pruebas iniciáticas.
¿Y en China? Allí los niños nacen con un año ya cumplido (pues se computa el tiempo de gestación). Mientras ciertas edades (los 60, los 80), las celebran los chinos por todo lo alto con grandes banquetes de familia extensa, otros natalicios, en cambio, los esquivan: ellas no festejan los 30 ni los 33 ni los 66; ellos, evitan celebrar los 40 o los 44. En la lejana China, hay rituales domésticos para espantar los malos augurios: comprar un trozo de carne, esconderse detrás de la puerta de la cocina y golpearla tantas veces como corresponde a la edad en cuestión, arrojando luego el mal con los desperdicios domésticos. Me impresiona la precisión de los gestos chinescos, sus exorcismos contables, su cabalística, sus coreografías de números. Huevos rojos que significan renacer, melocotones de inmortalidad que maduran cada mil años. Los chinos y sus manías y sus supersticiones: quien cumple años en China debe comer huevos y fideos pero, cuidado, no los puede partir: se sorben de una sola vez para que la vida sea equivalentemente larga. Hay aún hogares chinos en los que uno puede tener dos cumpleaños: el del calendario solar y el del lunar. Duplicar la fecha para no reducir la vida a un solo carril me parece una bella estrategia contra la burocracia del tiempo. Tal vez por eso en el gigante asiático han encontrado una manera elegante de preguntar la edad de alguien sin resultar maleducado: basta con averiguar su signo del zodíaco chino y deducir el año. Mostrar sin exhibir.
Y, claro, luego están los hobbits, esos especialistas en felicidad de pies peludos. En la Comarca, quien cumple años, regala. Tal vez ese sea el sentido más profundo de cualquier aniversario: obsequiar a los demás por llenar nuestra vida de amistad, cariño y sentido, devolviendo al mundo algo de cuanto nos prestó. Y es que un cumpleaños es mucho más que la celebración de días acumulados, momentos compartidos, enseñanzas adquiridas u oportunidades para crecer y aportar. Como diría Vicente Gallego, quiero creer que cada cumpleaños es esa invitación a pensar que acaso no es demasiado tarde todavía; que aún queda tiempo. Que sí, que a partir de hoy, acaso, todo lo que tanto he soñado, todavía, pudiera sucederme.
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