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Y zas. Sin previo aviso, mi peor pesadilla estaba sucediendo: miles de personas atrapadas en ascensores de todo el país. A las 13:10 del ... pasado lunes 28, me encontré aparcado en la calle en un coche de la compañía OTIS con el operario dentro. Me paré y le pregunté: «¿Cómo estáis sacando a la gente de los ascensores?». Lo que me contó es una buena metáfora de la vida: en caso de fallo eléctrico generalizado, hay ascensores (los más preparados) que disponen de rescate automático con un sistema autónomo que mueve la cabina al piso más cercano; están también los que disponen de baterías autónomas y un sistema de comunicación independiente que no depende de la línea telefónica fija del edificio y… los hay que todo cuanto tienen es un botón de alarma con señal acústica y visual hasta que llegue el séptimo de caballería. Despidiéndome de él me marché pensando que, al igual que los diferentes tipos de ascensores, hay quienes están mejor y peor preparados ante la vicisitud. Poco después, en la puerta del ultramarinos de la esquina, otra metáfora del mundo. «Al parecer han sido los rusos… no hay derecho a esto», decía una señora buscando la aprobación de los que allí nos congregábamos. «Europa entera se ha quedado sin luz pero los únicos a los que no han avisado es a los españoles y a los portugueses: los más tontos siempre pagamos el pato», respondía otro con una mezcla de rabia y resignación. «Esto va a ser peor que la pandemia… sin agua… menudo asco», añadía otra vecina, 'motivando' al personal. «Más vale que esto se resuelva pronto y que a mí no me cancelen el vuelo que tengo contratado a Ibiza para el puente porque entonces sí que se van a enterar», decía un señor con tono airado y amenazante.
Recuerdo bien cómo, en abril del 2020, uno de mis mejores amigos me preguntaba, reflexivo: «¿Qué pasa Julio si, después de todo esto, no sucede nada, no aprendemos y volvemos a lo mismo de antes, como siempre hemos hecho en la Historia? La duda hoy queda respondida pues seguimos dando por hecho nuestro bienestar y todos los gestos 'milagrosos' que lo componen: que girando una manecilla brote agua limpia, caliente y con un caudal suficiente, que con un click se enciendan mágicamente luces, que apretando un botón podamos ver o hablar con alguien en la distancia, que la electricidad mane espontáneamente de las paredes, que la wifi, por arte de birlibirloque nos envuelva invisiblemente en datos e información, que –oh, abracadabra– trabajemos, nos relacionemos y consumamos en capas digitales tan consustanciales a nuestras vidas como son las mareas, el viento, el atardecer o la lluvia. Seguimos sin ser conscientes ni querer entender todo lo que hay detrás de cada uno de esos 'milagros', del frágil equilibrio del que depende un bienestar a menudo inmerecido. Pero lo cierto es que en 2020 ingresamos en una era de incertezas (donde, de hecho, habita desde siempre la inmensa mayoría de la humanidad) en la que muy pocas cosas están garantizadas: ni el acceso fácil a energía, ni el consumo creciente, ni la paz, ni el bienestar barato ni el liderazgo planetario de Occidente. Es cierto que nuestra ciudadanía, con el apagón, ha vuelto a dar una lección de civismo y serenidad, de muestras espontáneas de solidaridad y de coordinación de la sociedad civil. Nuestra gran fortaleza. Pero, me temo, esa calma también se explica por la falsa sensación de seguridad que invade y adormece a Occidente. Seguimos creyendo que las cosas no se van a torcer demasiado y que, si lo hacen, pronto vendrá 'alguien' a arreglarlo. Como quien despierta de un mal sueño, el apagón ha sido, me temo, un mero amago, un tanteo, poco más que un conato de lo único que sí nos garantiza el siglo XXI: nuevas crisis (climáticas, económicas, energéticas, tecnológicas, bélicas, sanitarias, logísticas, etc.). No sirve de nada echar balones fuera. No hay excusa: debemos prepararnos.
Puedo imaginar cómo hubiesen reaccionado los chinos –una sociedad bastante militarizada que aún conserva esa mentalidad campesina donde la queja o la reclamación están casi siempre de más– ante parecida crisis: Pekín organiza simulacros regulares para preparar a la población ante apagones masivos, ofensivas militares, catástrofes naturales, etc. Mientras pensaba en estas cosas el pasado lunes en la cola del pan, uno de los clientes repetía medio en serio, medio en broma: «A mí ya me da igual todo, que pase lo que tenga pasar: yo hoy me voy a mamar». El kit de emergencia resultó ser una melopea. Envidio el cuajo de quienes, por si acaso todo se va completamente de bareta, no abandonan el bar. Y allí estaban a las 13:30 y a las 15:30 y a las 17:30… acodados semi a oscuras en la barra del bar y bebiendo –por vez primera en décadas– junto a máquinas tragaperras silenciosas y un televisor mudo. Mientras volvía o no volvía la luz, sus preocupaciones eran otras: intentar apurar hasta la última gota, del último trago de la última cerveza fría, antes de que la cosa, de verdad, se pusiera bien fea. En fin. El barco sobre la mar y el caballo en la montaña.
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