Llamando a la eternidad
Así, golpeando con fuerza los nudillos en la puerta, esperamos que se abra 2024 para enseñarse por dentro. Probablemente se nos muestre todavía un poco ... desordenado después de los últimos días de 2023 tan complicados. Pero, tras recordar años precedentes, los de la pandemia, todo nos parecerá bien. No puede ser todo tan malo como se anuncia, aunque, eso sí, nos mantendremos expectantes, ojo avizor.
En fechas como las de estos días, además de reuniones y cenas fraternales, vamos cumpliendo viejas costumbres y rituales año tras año, cada uno a su estilo, pero siempre entre la nostalgia y la invasión 'a cuchillo' de nuestros propios recuerdos.
Acabo de cumplir con el mío, añadido además al que nunca falta: el inevitable de la lágrima asomando en el ojo oriental semi-cerrado que se nos pone, cuando observamos sillas vacías alrededor de la mesa.
Pero yo me refiero a otra costumbre, dirigida directamente al corazón, la que yo practico y recomiendo en estas fechas en las que hago siempre una llamada silenciosa a la eternidad. Llegada la Navidad reservo siempre una tarde para visitar mi iglesia en soledad –ninguna novedad al respecto– y además la dedico a revisar poco a poco mi agenda telefónica.
Explico ese comportamiento tan extraño: allí conservo los números de todos los ausentes –familiares, amigos y conocidos– que ya se han ido, que han muerto y sus números de teléfono viven conmigo, en mi agenda. Nunca los borro y en estas fechas los reviso uno a uno y les recuerdo conmocionado como si estuviera haciéndoles una llamada silenciosa.
No tuve valor a eliminarles de mi agenda en su momento y ahora lo interpreto como una buena costumbre. Una vez al año les veo en mi tablet, lo que me permite realizar un pequeño homenaje personal en su memoria. A lo mejor un día me atrevo a llamarles a ver qué pasa.
Quizá escuchen, quizá oigan al otro lado. La verdad es que me siento mejor imaginándolo. Creo que no dejaré de hacerlo nunca hasta que yo mismo pase a engrosar otras agendas calladas de la eternidad. Así la vida. Todo finito aquí, pero infinito después e igual para todos, en una gran democracia celestial tras la muerte, que siempre nos iguala. No olvidemos que estamos 'en tránsito' en este mundo, preparando las cosas para el viaje y lo hacemos con nuestro mejor saber y entender.
«Adiós, ríos, adiós, fuentes, adiós arroyos pequeños, adiós vista de mis ojos, no se cuándo nos veremos…», acudí a Rosalía De Castro (Cantares) este año, pero podía haber llevado mis sentidos como en otras ocasiones hacia cualquier otro poeta romántico del XIX, Becquer, Zorrilla, Espronceda… un día cada año, un recuerdo. Se lo merecen con creces.
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