Aver cómo te lo digo, me dijo. ¿Qué me tienes que decir?, dije yo. Lo sabes de sobra, no me vengas con esas, no vayas ... de listillo, me respondió él. ¿Te refieres a aquello? Sí, justo de aquello te estoy hablando, ¿te crees que no iba a enterarme? ¿Quién te lo ha contado? Eso a ti no te incumbe. Bien, y ¿qué hacemos ahora?, contesté yo. ¿Qué hacemos ahora?, repitió riéndose. Me encogí de hombros y él se encogió de hombros también y nos quedamos un rato mirando a la bahía. Mira, me dijo extendiendo uno de sus brazos y apuntando con el dedo índice, ¿ves aquel mercante? Tienes hasta que salga por la bocana del puerto, hasta que lo perdamos de vista y no sea ni siquiera un punto en la lejanía, para decirme tú a mí qué demonios vamos a hacer. Aquello me dio un respiro. Al menos tenía unos minutos para pensar. Algo se me ocurriría. Pensé en lanzarme al agua y alejarme nadando, pero ya estábamos en noviembre y me imaginé chapoteando torpemente con los vaqueros, el jersey, las botas y el plumífero.
Si me lo hubiera encontrado en verano sería distinto. En verano todo parece más fácil. Hasta salir de los atolladeros en los que uno, sin saber muy bien cómo, acaba metiéndose. El barco avanzaba más rápido de lo que pensaba. Ya estaba frente a nosotros. Una mole verde y naranja del tamaño de un edificio que salía del puerto. Hizo sonar la sirena y no puede evitar estremecerme. Me giré para mirarle a la cara, él no quitaba ojo al mercante, lo miraba con decisión. Estaba claro que no iba a poder escabullirme. Era más alto, más fuerte, más joven, más atlético. Tenía las de perder. Y lo peor es que él tenía razón. No tenía sentido negar que no había hecho lo que sí había hecho. Es probable que se enfureciera más si lo negara. Pero era verdad también que no había nada que pudiera hacer porque hay cosas que, simplemente, no tienen reparación. Miré otra vez al barco, era cada vez más pequeño. El miedo crecía en mí a medida que se iba alejando.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión