Lo que el viento se puede llevar
En Santander, cruzar la calle Daoiz y Velarde es lo más parecido a cruzar el Rubicón si quieres pasar de la plaza de Pombo a ... la plaza de Cañadío. Esa estrecha carretera separa ambas zonas peatonales, y sin un paso de cebra que lo facilite, te tienes que colar entre los coches aparcados y los contenedores. Estos días atrás de surada, cruzar por ahí fue un poco más complicado, y todo por mirar la iglesia de Santa Lucía que está justo delante.
Unas vallas metálicas con cintas de plástico atadas entre ellas protegían el perímetro del templo. A unos metros de la hermosa escalinata, impedían el paso por la acera. La forma en que se agitaban las cintas provocaba aún más ruido del que ya hacía el viento en los oídos, con las hojas y los papeles volando por los aires como en una versión acelerada de 'American Beauty', el pelo en la cara, el paso prohibido. Entonces miré al cielo y comprendí que el viento sur y el paso del tiempo no son buenos amigos, sobre todo en edificios centenarios como este.
La iglesia se inauguró en 1868 y, desde entonces, los oficios han compartido la historia de la ciudad. En esas escaleras que veía protegidas por las vallas, imaginé a la escritora Concha Espina subiendo para acudir a misa; imaginé el cortejo fúnebre que tuvo que convocar el funeral del escritor José María de Pereda; imaginé la de ruegos que acogió después del incendio de 1941, cuando asumió la función de Catedral durante casi diez años. Ahora, en la punta misma de la torre que pretende rozar el cielo, la cruz está torcida, de ahí las vallas de protección que han colocado abajo, en la acera, porque de un golpe de aire lo mismo se cae y a saber sobre quién o cómo. Fíjense al cruzar por Daoiz y Velarde, no sea que entre coches y ráfagas de aire, el viento se lleve algo más que nuestro patrimonio.
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