María y Julio, los recadistas
Eran una especie de 'correo humano', confiable, ágil y discreto, en cuyas manos se ponían objetos de valor
En un mundo de la inmediatez digital, hay antiguos oficios que se desvanecen en el recuerdo, arrastrados por el viento del progreso. Uno de ellos ... es el de la recadista. Posiblemente, a los que tengan menos de 60 años, esta historia les coja a desmano, pero estos personajes conformaron los más sencillos relatos de la historiografía cotidiana de nuestra ciudad. Recuperamos un oficio peculiar con dos nombres propios: María y Julio, que eran los encargados de hacer recados, protagonistas del ir y y venir de Torrelavega a Santander para cumplir «los mandaos», cuando no existían las modernas empresas de paquetería. María 'la recadista' había nacido en Molledo a finales del siglo XIX y durante 80 años ejerció múltiples oficios para sacar adelante a su hijo enfermo; falleció, casi rozando el siglo, en el Asilo San José. Ella hacía los recados, digamos, más 'familiares', y Julio, los más 'institucionales', encargos de bancos, notarías y de empresas.
El recadista era habitualmente una mujer –aunque también hubo hombres– que se encargaban de hacer recados para otras personas: llevar mensajes, entregar paquetes, hacer compras pequeñas, pagar facturas, llevar y traer documentos o recoger medicamentos. Era una especie de 'correo humano', confiable, ágil y discreto, que funcionaba como una extensión de quienes no podían moverse fácilmente: amas de casa, ancianos, comerciantes o gente con muchas obligaciones. Por sus manos pasaban importantes documentos privados, medicamentos, dinero o joyas, por lo que hay que imaginarse la confianza y la seguridad que en ellos tenían sus vecinos. Los recadistas eran personas de confianza, vecinos de toda la vida, siempre dispuestos a correr de una esquina a otra, con su bolsita de tela o cartera en la mano; sabían los horarios del banco, los turnos en la panadería o cómo sortear las colas, y por supuesto, la frecuencia de los trenes. María y Julio, por las mañanas, recogían los recados que les encargaban y, normalmente a la una de la tarde, se subían al tren en dirección a Santander, regresando a la ciudad a las nueve de la noche; así, casi los 365 días del año. Normalmente se apostaban en la estación, a donde los vecinos acudían con sus encargos que recogían por la noche. Si eran muy urgentes, los llevaban a las casas. Los recadistas trabajaban muchas veces por unas monedas. La buena reputación era su carta de presentación. Conocían las rutas más rápidas y mantenían una agenda mental precisa porque, como en el caso de María, apenas sabía leer y escribir.
En algunos casos, también acompañaban a personas mayores. Con la economía colaborativa y las aplicaciones, se podría decir que su espíritu ha resurgido, envuelto en algoritmos, geolocalización y pagos electrónicos. Hoy son recadistas modernos, anónimos, sin esa dimensión humana que María o Julio ponían en su trabajo.
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