Occidente en carne viva
La Unión Europea nació como el bálsamo que cerraría las heridas abiertas por dos guerras mundiales. Se prometió una casa común donde la razón, el ... humanismo y los derechos humanos serían los cimientos de la prosperidad. Hoy, sin embargo, ese palacio parece más bien una tienda de campaña azotada por vientos huracanados.
Rugen los drones rusos sobre Polonia como si fueran cuervos metálicos, y Putin, en su papel de zar, dicta la partitura de un continente que escucha más de lo que responde. Desde el otro lado del Atlántico, el regreso de Donald Trump añade sal a la llaga: un presidente que trata a Europa con desprecio de mercader, midiendo la lealtad en aranceles y el compromiso en votos del Medio Oeste.
Más al sur, Oriente Próximo arde. Netanyahu convierte la guerra en rutina y la diplomacia en ruina. Hamás, envuelto en victimismo, golpea con veneno de escorpión, perpetuando un ciclo de odio donde la inocencia perece primero y la paz muere después.
Europa, mientras tanto, vaga entre reglamentos y discursos, como un gigante que olvidó cómo andar. Sus derechos humanos son citados en cumbres, pero golpeados en fronteras; su bienestar, antaño orgullo de su modelo social, se desangra en facturas de energía, tensiones migratorias y populismos de escaparate.
Lo que fue un ideal de paz hoy es un espejo agrietado: el continente que presumía de brújula moral parece haberla extraviado en algún despacho de Bruselas. El dilema es simple y brutal: o despierta y asume su papel como sujeto político real, o se resigna a ser coro trágico en la ópera de otros.
Occidente, y en particular Europa, se muestra en carne viva: vulnerable, desorientada, aún hermosa en sus principios, pero deshecha en su práctica.
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