En este verano escaso de noticias importantes, cuando el calor abruma y los medios de comunicación se esfuerzan por mantener la atención del público, ha ... surgido, casi como tradición estacional, una nueva polémica: la titulitis. Ese afán desmedido por aparentar méritos académicos, aunque sean ficticios, ha vuelto a ocupar titulares y tertulias.
En estos días hemos visto cómo el comisionado especial para la reconstrucción por la dana presentaba su dimisión tras las dudas sobre su currículum. No ha sido el único: una vicesecretaria también se vio obligada a dejar sus cargos tras reconocer que mintió sobre sus estudios. Otras personas del ámbito público, han tenido que salir al paso de informaciones que cuestionaban la veracidad de sus trayectorias académicas.
Más allá del chisme político, esto nos enfrenta a un problema serio: ¿por qué se valoran tanto los títulos si no garantizan ni honestidad ni competencia? Lo importante en política no es la colección de diplomas, sino la ética, el trabajo constante y el compromiso social. Mentir sobre el currículum no es una anécdota, es una falta grave de credibilidad.
Este fenómeno no es exclusivo de España. En Alemania, un ministro tuvo que dimitir por plagiar su tesis; en Estados Unidos, varios políticos han inventado títulos en universidades prestigiosas. Pero aquí parece que la obsesión por 'engordar' el curriculum vitae se ha normalizado hasta el punto de convertirse en costumbre.
Mientras tanto, la ciudadanía observa con cansancio este desfile de imposturas. Porque al final, lo que se pone en juego no es solo la reputación personal, sino la confianza en las instituciones y en quienes las dirigen.
Quizá ha llegado el momento de poner en valor otras cualidades: la transparencia, la experiencia real y la honestidad. Y recordar que un título puede abrir puertas, pero no debe tapar las verdades.
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