Que conste que no me gusta hacer colas, pero hay que reconocer que son un gran invento. Rectas o curvas para alargar su longitud y ... adaptarse al terreno, parecen serpientes que envenenan el desorden y equilibran el caos del instintivo «yo primero». Las colas son expresiones de nuestra resignación social, aunque su imaginario nos rebaje a rastros de hormigas y orugas procesionarias. Porque es cierto que a veces parecemos insectos jerarquizados haciendo filas. Mirémonos en los cajeros de los supermercados, donde misteriosamente la otra fila siempre va más rápida; en las puertas de los comercios, donde nos empujamos para acceder a gangas o grandes rebajas; en los embarques de puertos y aeropuertos, en las taquillas de los conciertos o en las ventanillas de las administraciones públicas. Son esperas provocadoras de impaciencia y picaresca, aunque siempre sonará esa voz guardiana y atenta de «¡A la cola, que está sola»!
Menos mal que el ingenio y la tecnología han atenuado el enojo de las esperas. Surgen las citas previas, las letras y números luminosos en las pantallas o la alternativa de internet. Hasta en las tradicionales carnicerías y pescaderías donde imperaba el «¿quién es el último?» se han incorporado los dispensadores de numeritos que saben a tómbola de ferias. ¿Y qué me dicen de las personas que se dedican a guardar la vez por un módico precio? Incluso crean empleo.
Hasta hace poco creía que las colas más largas que había visto en mi vida eran la de subir el Burj Hkalifa en Dubai, o las que han rodeado los Campos de Sport de El Sardinero en estos tiempos de ilusión que nos persigue a los racinguistas. Pero la semana pasada lo superó otra, la kilométrica que se formó en el recinto comercial de Valle Real con motivo de la apertura de La Quesona, que ha conseguido que su sabor de tartas de queso llegue a endulzar hasta las colas interminables.
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