Fue un lugar fantástico: el puente sobre el estanque, los patos y cisnes nadando y los caballitos dando vueltas, mientras José María de Pereda, elevado ... en su monumental peña, contemplaba los jardines que llevan su nombre. Aquellos caballitos eran el movimiento de traslación de un universo infantil que sigue girando.
Con mi hermana cabalgando a mi lado, cierro los ojos y me vuelvo niño para dudar, como en tiempos de Galileo Galilei, si nos movemos dando vueltas o si es el mundo el que gira sobre nosotros. Cada 360 grados saludamos a mamá y papá que están vigilando nuestro gozo. Ellos envejecen en cada vuelta, como aquel tiovivo que desapareció, víctima del tiempo que también gira alrededor del Sol. Lo remató la remodelación de los jardines, aunque en 2014 renació veneciano, majestuoso, florido, moderno y reluciente.
Y ahí sigue, bien vivo, como cuando en julio de 1834, en Madrid, Esteban Fernández reivindicó su vida mientras en forma de cadáver era trasladado en andas sobre un tablero hacia el cementerio: «¡Estoy vivo!», exclamó de repente, incorporándose exaltado y arrojando el paño negro que le cubría. Aquel hombre, que se ganaba el sustento con un aparato giratorio de caballitos y barcas de madera en el Paseo de las Delicias, había enfermado de cólera, como muchos de sus vecinos fallecidos. Sus familiares, creyéndole muerto, se precipitaron para sacarle de casa en fúnebre cortejo, silenciosos y taciturnos.
Cuando Esteban «resucitó», los amigos que llevaban a hombros el supuesto muerto arrojaron la camilla y salieron pitando, como si un demonio les persiguiera. Casi matan al pobre Esteban, pero también sobrevivió a la caída. El incidente se propagó por Madrid, y cuando semanas después Esteban volvió a abrir su carrusel, aquel aparato giratorio comenzó a llamarse el del tío vivo, y años después, la Real Academia incluyó «tiovivo» en su diccionario. Aunque nuestra infancia parezca muerta seguimos viajando en los caballitos de los Jardines de Pereda, siempre vivos.
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