De reformas educativas
Latín y Griego pasan a ser materias residuales en la nueva ley
Venía yo cavilando, de vuelta ayer a casa, sobre lo absurda que resulta la política cuando se proponen, aceptan y dictan disposiciones que, de mano, ... se sabe que no van a servir para nada, porque no hay la menor voluntad de ponerlas en práctica. Valen, eso sí, para quedar bien, hacerse unas fotos y que todos sepamos lo buenos y dialogantes que son los gobernantes.
Tal ocurrió el 27 de febrero de 2019, cuando el Congreso de los Diputados aprobó por unanimidad una proposición no de ley, para instar al Gobierno de España a promover que la Unesco declare el Latín y el Griego antiguos como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. La iniciativa había surgido hace años en Italia y precisaba de los apoyos de distintos países europeos para garantizar un éxito global. Por fin, gracias al ímprobo trabajo de algunas personas, se lograba en España.
Cuando uno ve las cosas que se declaran patrimonio inmaterial de la humanidad, como, por ejemplo en España el silbido gomero, el canto de la Sibila de Mallorca, el misterio de Elche, los 'castells' de Cataluña, la fiesta de los patios de Córdoba, etc., no deja de darse cuenta de que la petición referida al latín y al griego tiene todo el fundamento del mundo: esas dos lenguas son los pilares sobre los que se asienta la civilización occidental, o sea, la de unos tres cuartos del total de la humanidad, y las ventanas que nos permiten acceder a su comprensión misma y, en concreto, a lo que es Europa: nuestra historia, nuestra ciencia, nuestra escritura, nuestras lenguas, nuestro arte, nuestra literatura, nuestro pensamiento, nuestras leyes, nuestras democracias, nuestras costumbres... Y todos los 'nuestros' que te puedas imaginar.
Todas las asociaciones de estudios clásicos de España se han unido para tratar de frenar el desastre, pero sin éxito
Esa es la razón por la que las lenguas clásicas, con mayor o menor acierto pedagógico, han estado dignamente presentes desde el siglo XIX en nuestros planes de estudio. Aquellos hoy viejos ciudadanos instruidos en ellas, aun someramente, sabían lo útil que podían serles para estudiar derecho, medicina, lenguas y otras ramas del saber.
La modernización de la enseñanza, con la venida de la democracia, eliminó materias que a duras penas soportaban un examen crítico y diezmó las que se consideraban anticuadas, en favor de otras más actuales. Entre las sacrificadas siempre han estado el latín y el griego: los sucesivos 'nomothetes' o legisladores debieron de considerarlas rescoldos de ese antiguo régimen que había que sofocar y alumbraron diversas reformas que han coincidido, todas, en reducir la presencia del latín y del griego. Tanto es así que ya son comunes hoy en día historiadores de la antigüedad y hasta catedráticos de lengua española que no saben una palabra de latín.
La última reforma no ha sido distinta: latín y griego empeoran aún más si cabe su situación y pasan a ser materias residuales en la nueva ley. Todas las asociaciones de estudios clásicos de España se han unido para tratar de frenar el desastre, pero sin éxito; la posición de quienes han decidido ha sido inflexible durante todo el proceso de tramitación, pese a ser conscientes del naufragio cultural a que abocaba: era urgente, decían, aprobar la ley, y mover una coma retrasaría su puesta en marcha. Así han protegido las autoridades españolas lo que consideraban, por unanimidad, digno de ser patrimonio inmaterial de la humanidad.
Lo peor de todo es que no queda ya casi nadie a quien le importe un pimiento lo que está pasando; nadie que se dé cuenta de que pronto no habrá quien sea capaz, no ya de leer una inscripción latina o traducir un manuscrito, sino siquiera de saber por qué a las últimas variantes del coronavirus se las denomina 'mi' o 'ni', por qué no hay que decir 'el ratio' sino 'la ratio', por qué el teorema de Pitágoras, el principio de Arquímedes, inventos como la televisión, enfermedades como la artritis o el melanoma, recursos como el de 'habeas corpus', delitos como el de estupro e infinitas cosas más que nos rodean reciben precisamente esos nombres y explican lo que explican.
Se necesitan toneladas de páginas y horas en medios de comunicación y redes sociales para concienciar a la sociedad de la utilidad y necesidad de lo que ya no se le enseña en el colegio. Solo así podría rebelarse y protestar ante barbaries evidentes; solo así hacer llegar su mermada voz a los gobiernos; solo así conseguir que estos reaccionen y atiendan a razones, aunque no sea porque las consideren justas y necesarias, sino porque estimen que del clamor puedan sacar votos.
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