Elijamos nombre
La extinción del salmón debe seguir el protocolo
No hay especie que se precie cuyo último ejemplar, antes de su extinción, no haya sido bautizado. Ya sea el último ejemplar, como Martha, paloma ... norteamericana que llegó a contar con miles de millones de ejemplares, o uno de los últimos, como Mansín, urogallo que, más solo que la una, decidió pasar sus últimos días entre los vecinos del pueblo asturiano de Tarna. Lejos de un gesto empático, poner nombre a los últimos responde a una fascinación por la extinción; esto es, humanizar la tragedia biológica y elevar al último ejemplar a algo mitológico.
Hoy, en plena espiral de extinción, toca bautizar al último ejemplar de salmón atlántico. A principios de este siglo, los científicos solicitaron su inclusión en el catálogo nacional de especies en peligro de extinción en su categoría máxima. Aun así, la especie sigue sin este reconocimiento legal, evidenciando el compromiso de las administraciones públicas con la biodiversidad. ¿Qué pueblo ribereño será el afortunado en despedir a esta especie en España? El colapso poblacional comenzó en los años 80: uno de cada diez ríos salmoneros ha perdido a la especie, y más de la mitad de los restantes la tiene al borde de la extinción. Los ríos cántabros no son diferentes del resto: la actual temporada de pesca ha concluido con siete salmones capturados. Y es que el salmón tiene un problema: no tiene ni plumas ni pelo. No resulta difícil imaginar qué medidas se habrían adoptado con cualquier otra especie cántabra cuyo hábitat quedara reducido al 40 % y parte del restante degradado, o con una disminución de capturas superior al 90 %. Ciertamente, las causas son múltiples: la sobrepesca en mar y río, la acuicultura y sus patógenos asociados, la degradación del hábitat y el cambio climático.
En 1998 se inició en Cantabria la cría en cautividad que, además de repoblar con genética local, permitió profundizar en el conocimiento de la especie. Fruto de este avance, en 2010 se establecieron cuotas de pesca para asegurar el desove de un número suficiente de reproductores. En la última década no se han alcanzado esas cuotas por río en el 88 % de las ocasiones, y reduciéndolas a la mitad tampoco se alcanzaría en el 65 %. Las cuotas fueron una apuesta en la buena dirección, pero los datos evidencian que actualmente no sirven para regular las extracciones y, por ello, no actúan como medida de sostenibilidad. En 2017 y 2023 se vedó la pesca temporalmente por el severo estiaje que sufrieron los ríos, pero es que son esas situaciones de vulnerabilidad, cada vez más comunes, las que debe enfrentar la especie y las que justifican aún más la veda total. Actualmente, cualquier evento estocástico puede extinguir localmente a la especie. Desde que se establecieron las cuotas se han pescado 1.053 salmones reproductores en Cantabria a los que no hemos permitido generar descendencia. Desconocemos cuántos salmones han salvado las cuotas, pero sí sabemos los que podríamos haber evitado pescar. Nuestra propia normativa ya nos obliga a condicionar la pesca a la propia supervivencia de la especie, al margen de otras amenazas que pueda sufrir. Por ello, la única cuota justificable es la prohibición total.
Conservar una especie implica aplicar medidas que refuercen sus poblaciones, pero cuando el riesgo de extinción es inminente, urge evitar agravar la situación. Cualquiera que trabaje en biología de la conservación sabe que la peor decisión posible es matar reproductores. Eso es lo que hacemos con el salmón, no le damos ni la oportunidad, como hicimos con el urogallo en los cantaderos. Inquietante paralelismo.
En conservación, muchas decisiones se justifican por su rentabilidad económica a corto plazo, como si conservar no estuviese suficientemente justificado: el lobo genera más dinero vivo que muerto, los parques nacionales impulsan las economías rurales o, más recientemente, las renovables serán el maná en el nuevo orden económico mundial. Aunque parecen argumentos útiles, generan un efecto perverso: aquellas medidas que no prometen beneficios económicos inmediatos, como la simple prohibición de la pesca del salmón, resultan extremadamente difíciles de implantar en una sociedad atrapada en la lógica capitalista.
Seguir pescando los últimos ejemplares antes de que se reproduzcan es puro negacionismo científico. Por ello, visto el dramático declive y las decisiones tomadas, lo mejor es que elijamos nombre para el último salmón. Al menos, nos ayudará a explicar la desidia de los últimos 25 años.
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