Nuestro callejero
Si Santander tiene más de 500 calles, piensen cuántos personajes deberíamos conocer
En el año 1980, el mismo en el que falleció, José Simón Cabarga regaló a sus lectores la obra «Santander en la historia de sus ... calles», en la que nos dejaba el fiel retrato de las 36 calles desaparecidas en el incendio de 1941 y de las casi 500 que en aquella fecha tenía la renacida ciudad. En su reconstrucción, el desmonte del cerro de Somorrostro supuso la desaparición del complejísimo entramado de calles, callejuelas, pasadizos y escalinatas que fueron el centro histórico de la primitiva villa que ocupaba el espacio entre Rúa Mayor y La Ribera. Aunque se recuperaron nombres de varias calles, desaparecieron otros de gran tradición popular: Blanca, Becedo, Carbajal, Colón, Compañía, Escuelas, Puerta la Sierra, Ribera, Peso, Rincón, Torrelavega, Viento, Infierno, Vieja… El olvido de los nombres de estas calles y la radical transformación de la topografía urbana, por la desaparición del cerro y el aumento del suelo, el trazado de las nuevas calles llanas, como Lealtad e Isabel II, para acercar la ciudad al mar, el relleno de marismas para la ampliación de la línea del puerto y que la nueva topografía supuso que, en ocasiones, la recuperación de un nombre viejo se hiciera en un emplazamiento distinto al que ocupó, ocasiona que los nacidos después del incendio encuentren muchas dificultades para interpretar textos de nuestra historia que no saben colocar en el plano de la ciudad actual.
El callejero de una ciudad es un libro; cada placa viene a ser una página en la que pudiéramos leer, entre otras cosas, la biografía de un personaje que nació o vivió y amó la ciudad que lo recuerda; el nombre de un lugar o hechos y sucesos históricos. Se que esto no está escrito en la placa, pero están puestas para orientar una dirección y al tiempo rendir un homenaje y perpetuar su recuerdo; lo que debía provocar la curiosidad por conocerlo, pero la actual preferencia de lo digital y el teléfono sobre la lectura recorta sensiblemente el estímulo de conocer. Son tantos los personajes recordados que puede que nos sorprenda algún nombre que no encaja en nuestro criterio.
Simón Cabarga encabeza su obra con una explicación que tituló «Propósito» del que reproduzco un texto, a mi juicio, magnífico: «En el repaso, al emprender la tarea, hubimos de advenir que no fueron muy expertos en el conocimiento de su ciudad, quienes dieron nombres a algunas calles, y desde luego no respetaron con la atención debida las huellas de la tradición local. Y así tanto les importaba despojar a una vía de su apellido egregio o entrañablemente evocador, como aplicarle el de alguien que tuvo sólo incidencia de coyuntura y cuya fama no resistió siquiera la sentencia de una sola generación para su justificación histórica. No pocos nombres inscritos en los nomencladores oficiales lo fueron acaso bajo la impresión de la lectura de una esquela mortuoria y con los ojos arrasados por la emoción de una amistad personal».
Esto nos ha sucedido a todos; como son muchos los motivos personales por los que una persona nos cae mejor o peor, la admiramos más o menos, los criterios por lo que coincidimos, o no, son subjetivos y es lógico afirmar que todos nos hayamos preguntado por qué fueron elegidos algunos personajes o de lo idóneo del lugar donde se le recuerda.
En mi caso cito dos ejemplos que por distintos motivos me sorprenden. En primer lugar, por su importancia, Padre Rábago. Sin duda una de las personas más trascendentes en la historia de nuestra ciudad. Nacido en Tresabuela (Polaciones) en 1685, persona con gran formación académica y fuerte personalidad, con acceso a las decisiones de la Corte al ser confesor de Fernando VI, fue persona decisiva en la creación en 1754 de la diócesis episcopal santanderina y de la concesión, al año siguiente, del título de Ciudad a nuestra Villa; dos decisiones que cambiaron el transcurrir adormilado de nuestra villa, amurallada en su pasado. No se acordaron de él para dedicarle una calle en un espacio céntrico cuando, para crecer, la ciudad rompió la muralla, sino ya en 1877, según Simón Cabarga, «en el barrio que va a formarse con motivo de la Exposición de Ganados en los alrededores de la actual Plaza de Toros», en su día, un espacio sin urbanizar, fuera del casco urbano, calle que en la actualidad cierra el norte de la finca del Hospital. Creo que la ciudad sigue debiéndolo un reconocimiento más apropiado.
Como contraste tengo la perplejidad de no saber las razones que motivaron la concesión de una calle a Eduardo Benot, de quien no conozco que hubiera tenido ninguna relación con nuestra ciudad. Fue reconocido como gran pedagogo con formación científica y humanística. Como político militó en el Partido Federal y fue ministro de Fomento en la Primera República. Falleció en 1907 y pocos meses después se le dedicó la calle que une el Paseo Pereda con Daoíz y Velarde.
Si la ciudad tiene mas de 500 calles piensen cuántos personajes debiéramos conocer. Hay muchas razones para amar la ciudad donde nacimos o donde hemos disfrutado de la vida y una de ellas es conocer las personas que pusieron conocimiento, entusiasmo y amor en ofrecer sus medios para el gozo de los demás. Merecen nuestro recuerdo y por eso debiéramos intentar conocerlos.
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