Marcel, el teleoperador de Dios
El cura de Potes fue llamado a ejercer el sacerdocio en Cantabria cuando trabajaba en un call center de su país
El día que Dios le cogió el teléfono estaba trabajando en un call center de Vodafone. La gracia divina, tiene que ser. Porque podía haberle ... contestado a cualquiera de las llamadas que le hizo en otros momentos. Cuando llevaba correspondencia, cuando repartía publicidad, cuando ensacaba patatas fritas... Cuando hacía todas esas cosas que la gente tiene que hacer hasta alcanzar lo que quiere hacer. Pero, claro, eso no sería original. Mejor responderle estando allí, en un centro de atención de llamadas telefónicas comerciales, donde le tuvo cuatro largos años vendiendo líneas como un poseso antes de autorizar su ordenación sacerdotal.
Nacido en 1979 en Bucarest, la capital de la nueva Rumanía, Marcel Lucaci es el cura de Potes desde hace un par de años y parece que por poco tiempo más porque, en el proceso de reestructuración que acaba de empezar la Diócesis de Santander, su nombre figura como párroco de San Vicente de la Barquera. Un viaje de la montaña al mar que va a realizar muy pronto desfiladero en obras de por medio para alimentar su historial evangelizador y escribir otro capítulo de la gran aventura en que ha convertido su vida.
De vocación precoz, Marcel, al que en Liébana han añadido una 'o' para españolizarle el nombre –también le han españolizado el estómago a base de cocidos–, tuvo su primer contacto con la Iglesia cuando apenas tenía siete años. Con la Iglesia católica, cabe aclarar, que allí en su país solo acoge en su seno al 5% de la población, abrazada mayoritariamente al rito ortodoxo.
«Me gustaba mucho ir a misa», dice con añoranza el hombre, al que su arrobo religioso y su admiración por cuantos sacerdotes se iban cruzando en su día a día, «el padre Jerónimo, el padre Daniel, el padre Miguel, el padre Tarcisio, o Tarsicio, como se diga», le abrieron pronto un hueco dentro de la estructura de la Iglesia. En la escala básica. De monaguillo en la Catedral de San Esteban. Pero dentro, al fin y al cabo, que es de lo que se trataba.
A la vez que él se forjaba su futuro, Rumanía se fraguaba el suyo poniendo término al régimen comunista de Nicolae Ceausescu, derrocado tras una revuelta popular, condenado a muerte acusado de genocidio y fusilado junto a su esposa, Elena, el día de Navidad de 1989.
«Me acuerdo de esos días, sí», dice Marcel, que cuando aquello tenía diez años recién cumplidos. «Una tarde fui a misa con mi madre y al terminar y salir a la calle tuvimos que correr al metro a refugiarnos porque se oían disparos, como ráfagas de metralletas, 'ratatatá, ratatatá'... tu sabes, ¿no? Yo me dí la vuelta un momento y ví muchos soldados, tanques...». En realidad lo que veía era la revolución en directo.
La decisión
Ya bajo el manto de un nuevo gobierno, liderado por Ion Iliescu, y en plena época dorada del fútbol rumano, Marcel, que recuerda cruzar a la acera de los noventa coleccionando los cromos de los fubolistas icónicos de su país, «de Hagi, de Belodedici, de Lacatus...», se plantó en los dieciséis sin que nada corrigiera su rumbo, directo al sacerdocio.
«Ingresé en el seminario menor, donde me formé cuatro años, y luego en el seminario diocesano, donde estuve otros dos más», explica el religioso, que al cumplir los 22 se fue a Lugano (Suiza) para continuar su formación. Exceptuando los tres meses que se marchó a vivir a Siena (Italia) para ver una de las plazas medievales más hermosas de Europa y aprender un poco de italiano, de allí no se movió hasta que cumplió los 26.
Las frases
La familia
«Mi padre nunca estuvo de acuerdo, pero tampoco hizo nada por impedirlo»
El idioma
«Aprendí la lengua viendo telenovelas españolas con subtítulos en rumano»
Un largo proceso de instrucción que Marcel superó con nota luego de salvar todos los obstáculos que encontró en el camino y a los que él, hombre de fe, considera 'pruebas'.
No parece que el celibato fuera una. Al menos una insuperable. «Las mujeres nunca me atrajeron lo suficiente como para formar una familia», admite el cura, que, en cambio, recuerda cómo algunos de sus compañeros probaron a relacionarse con chicas y jamás volvió a verles el pelo por el seminario.
Sí lo fue, y de elevada altura, la incomprensión de su padre, que nunca entendió su vocación. «Él hubiera querido que yo hubiera sido albañil o conductor». De hecho, sigue sin entenderla. «No quiso venir a mi ordenación», dice torciendo el gesto Marcel, que le agradece que, al menos, no haya torpedeado su porvenir. «Nunca ha estado de acuerdo, pero tampoco ha hecho nada por impedirlo», aclara el sacerdote, que mantiene con su progenitor una relación de cierta distancia no porque lo haya decidido él. «Lo decidió mi padre», que no quería caldo y le dieron dos tazas. Además de dos hermanas que trabajan como empleadas en una empresa de limpieza en Burgos y en una fábrica en Cittadella, Marcel tiene un hermano varón que predica muy cerca de Milán. También es cura.
Por suerte, el religioso mantiene una relación mucho más cordial con su madre, que el día que se enteró de que su hijo iba a ser ordenado en un lugar con playa le aconsejó que no se abrigara «y cuando llegué a Santander... ¡Un frío!».
Claro que ese día todavía tardaría mucho tiempo en llegar. Aproximadamente una década. «Y como tenía que mantenerme», el religioso se puso a trabajar con un ojo puesto en el teléfono. «Mi diócesis envió mis informes a varias diócesis de otros países». A Grecia, a Italia, a Francia, a Albania, a España... «Me dijeron que esperara una contestación y que me enviarían al primer sitio que respondiera».
Tan larga fue la espera que a Marcel le dio tiempo a trabajar en la oficina de Correos de Bucarest distribuyendo correspondencia por una ruta de la ciudad, en una empresa de reparto de publicidad que él entregaba a los automovilistas cuando el semáforo cambiaba de verde a rojo, en una fábrica de patatas fritas en la que embolsaba el producto por 400 'leones' mensuales (unos ochenta euros al cambio) y en un call center de Vodafone con sede en Rumanía pero clientela en Italia desde el que él lanzaba ofertas que aún memoriza. «500 minutos para hablar dentro de tu país, 100 para hablar fuera de Italia...».
La llamada
Cuatro años se tiró al teléfono marcando mil números al azar esperando a que sonara el suyo. Hasta que un día de 2014 le sonó. «Me llamaron para decirme que tenía un puesto en Santander», relata Marcel, que cuando se metió en Google Maps a mirar donde estaba eso se llevó una alegría. «Me gustaba España», asegura. «Un país bonito, gente abierta, un idioma fácil de aprender...». Tan fácil (para él) que parte de lo que sabe lo aprendió viendo telenovelas españolas con subtítulos en romance.
Llegado a la ciudad en 2016, el religioso rumano fue acomodado en el Monasterio de la Canal, en la localidad de Villafufre, donde pasó sus primeros meses cultivando un pequeño huerto, recogiendo leña del monte de Zurita y chupando un frío espantoso porque no había calefacción. «Luego fui al seminario de Corbán para refrescar mis conocimientos y después a Soto Iruz», precisa el párroco 'lebaniego', que fue ordenado diácono en 2019 y sacerdote en 2020.
«En plena pandemia, ¿lo puedes creer?», se cuestiona Marcel, que jamás hubiera imaginado que el momento más importante de su vida iba a discurrir detrás de una mascarilla quirúrgica. «¡Qué feo!, ¿no?».
Listo para predicar el evangelio, lo que él quería, el religioso fue destinado al Valle de Mena, donde tardó minutos en cogerle el truco a las tareas pastorales y cierto cariño al Athletic de Bilbao porque, futbolero como es, no se perdía un partido de los 'leones' que echaran por la televisión. «Pero ahora también soy del Racing», quiere hacer creer Marcel, que después de pasar dos años observando los Picos de Europa con la mirada a lo Rusell Crowe se va de la comarca de Liébana con la satisfacción que le produce haber contribuido a reclutar para la Iglesia de San Vicente a un buen puñado de feligreses a los que solo puede reprochar que, a veces, sin saber por qué, le hayan dejado colgado cuando estaba cantando con ellos a pleno pulmón.
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