La hamburguesa ya no es lo que era
Hubo un tiempo en que pedir una hamburguesa era pedir precisamente eso, un filete de carne picada hecho a la plancha entre dos panes, kétchup y mostaza, y como mucho te ponían encima una loncha de queso, una hoja de lechuga un par de rodajas de cebolla y quizá un tomate. No había más artificios ni falta que hacía, era comida sencilla directa sabrosa y reconocible una comida que no pretendía aparentar nada, sino simplemente saciar el hambre y hacerte feliz en dos mordiscos.
Ahora, sin embargo, basta con abrir Instagram o asomarse a cualquier carta moderna para encontrarse hamburguesas con crema de pistacho, con galletas Lotus, con mermelada de bacon, con salsa de kimchi, con pan negro o, incluso, coronadas con ganchitos como si el objetivo fuera sorprender a toda costa aunque eso signifique disfrazar un plato que en sí mismo ya tenía magia. La hamburguesa se ha convertido en un «vale todo» gastronómico donde la originalidad parece pesar más que el sabor real
No se trata de ponerse nostálgico ni de despreciar la evolución porque también es cierto que la hamburguesa ha ganado en calidad. Ahora encontramos carnes seleccionadas de vaca madurada, panes artesanos, quesos locales o incluso propuestas vegetarianas muy trabajadas que nada tienen que envidiar a la carne más jugosa. El problema es cuando en la búsqueda del «más difícil todavía» se pierde la esencia, lo que significaba comerse una hamburguesa, ese placer sencillo inmediato que no necesitaba justificación ni espectáculo.
Quizá el fenómeno tenga que ver con la moda gastronómica de querer siempre sorprender. Antes nadie pensaba en echarle dulce de leche o foie a una hamburguesa; ahora parece que cuanto más raro, mejor, pero conviene hacerse una pregunta sencilla: ¿De verdad mejora la experiencia o estamos jugando a disfrazar lo que ya era bueno en sí mismo? Porque pocas cosas hay tan redondas como un pan recién tostado, carne jugosa, un buen queso fundido y un poco de verdura fresca. Lo demás es pura decoración
Mirar atrás ayuda a ponerlo en perspectiva. Pienso en aquellas hamburguesas de los bares de toda la vida en las que sabías exactamente lo que ibas a encontrar, sin trampas ni cartón, o en las cadenas de «fast food», que nos parecían lo más y donde lo máximo que podías elegir era si querías pepinillo o no. Ese contraste con las propuestas actuales que parecen competir por ver quién pone el topping más extravagante hace pensar en cómo hemos pasado de la sencillez a una cierta «prostitución» del concepto.
¡Y ojo que la hamburguesa sigue siendo un bocado universal, democrático y adictivo! Difícilmente encontrarás alguien que no disfrute de vez en cuando, pero quizá lo más honesto que podemos hacer con ella sea volver a lo básico, a reivindicar la hamburguesa sin maquillaje, esa que no necesita inventos para brillar porque lo fundamental siempre ha estado ahí, la carne el pan y las ganas de disfrutar.
Si de verdad queremos reconciliarnos con la hamburguesa, lo mejor es volver a lo elemental. Empecemos por la carne, recién picada en la carnicería de confianza, con ese punto de grasa que le da jugosidad y sabor; hacerla bien, ni pasada ni poco hecha. Después, el pan, es sencillo, tiene que ser fresco y tostado por los interiores, lo justo para sostener los jugos, sin robar protagonismo. Y, por último, los acompañamientos, que no necesitan alardes: un buen queso que funda, cebolla fresca crujiente y, si acaso, una hoja de lechuga fresca o algún encurtido. Nada más, y nada menos, la fórmula clásica que demuestra que la grandeza está en la simplicidad.
Volver a la esencia no significa renunciar a la creatividad pero sí recordar que la hamburguesa no necesita ser un carnaval de ingredientes para ser memorable. A veces lo más sencillo sigue siendo lo más sabroso y, aunque las modas pasen, siempre habrá un hueco para esa hamburguesa auténtica, la de toda la vida, la que no necesita más carta de presentación que su propio olor al salir de la plancha.