El boniato, ese tubérculo que ha vuelto para quedarse
El primo dulce de la patata, fue durante años casi invisible
Si la semana pasada os hablaba de la calabaza, símbolo del otoño, esta semana os traigo otro icono de esta época del año, porque es ahora cuando vuelven algunos productos a las cazuelas, a los guisos y con ellos las tardes que piden algo caliente entre las manos. Así que es tiempo del boniato, ese tubérculo que durante años fue casi invisible, el primo dulce de la patata al que nadie hacía demasiado caso, y que ahora parece estar en todas partes, en cremas, en guarniciones, en bizcochos…, y hasta en los cafés.
Pero el boniato no es una moda, porque ya estaba aquí mucho antes, asado al calor de una lumbre, envuelto en papel de estraza cuando el otoño era de verdad y las tardes eran lentas, con ese punto dulce tan característico. No necesita demasiado, únicamente un horno, un poco de aceite, sal y paciencia..., vamos, lo de siempre, pero bien hecho.
Ni la cocina ni los ingredientes tienen que ser complicados para ser buenos
Es curioso, porque pasa con muchos productos que vuelven desde la cocina más humilde, como las legumbres, la sardina, el pan duro..., que son cosas que antes eran de necesidad y ahora se aplauden por su sencillez. Pues al boniato lo podemos meter en esa lista. Y un pequeño recordatorio: la cocina ni los ingredientes tienen que ser complicados para ser buenos.
El boniato tiene ese característico color naranja intenso y su textura es cremosa, suave, casi mantequillosa, por eso se lleva bien con todo. A mí me encanta con queso, con carne, con un huevo frito o incluso con un poco de miel, pero si hay una forma genial de disfrutarlo, para mí es la más simple: el boniato asado.
Lo aso con piel, envuelto en papel de plata, a temperatura media, sin prisa. Luego lo abro, le quito la piel y lo aplasto con un tenedor, le añado una cucharada de mantequilla, un poco de sal y unas gotas de limón y nada más. Con eso basta para entender por qué a veces los platos más sencillos son los que más gustan. Y como punto a destacar, ese contraste del dulzor del boniato con el sutil ácido del limón.
Si quiero darle un toque distinto, le pongo un poco de queso, ese sabor láctico, un poco salado, un poco rústico, combina también con el boniato como si se hubieran estado esperando toda la vida.
También son maravillosos los boniatos para hacer unos gnocchis. Los hago como los de patata, pero aquí nos encontramos con la suavidad y el dulzor del boniato. Como os dije antes, los preparo al horno, entero y con piel, hasta que la carne queda tan tierna que casi se deshace. Luego lo aplasto, lo mezclo con una yema, un poco de harina y sal, y formo una masa suave que apenas hay que tocar, tan solo queda hacer rollitos, cortar, cocer en agua hirviendo y ver cómo flotan, la señal de que están listos para vivir su momento.
La magia llega en la sartén un buen trozo de mantequilla, unas hojas de salvia o romero, y salteados hasta que se caramelizan y huele maravilla. Acabo poniendo el broche de oro al final con un poco de queso rallado o un toque de limón, que me gusta a mí el limoncillo con el boniato. Un plato redondo, una receta cálida y ligera.
Porque comer bien no siempre es cuestión de técnica ni de ingredientes exóticos, a veces es tan simple como eso, un boniato en el horno y un rato de calma.