La importancia de lo sencillo
Una reinterpretación que me gusta hacer de las patatas a la importancia
Hay platos que tienen nombre de película clásica, de las que echaban los sábados por la tarde y que siempre empezaban con una voz en off: 'Patatas a la importancia'. Suena a algo que deberían servir con guante blanco, con protocolo reverente.
Si hay un plato que encierra verdad, tradición y mucho cariño, es éste. No recuerdo la primera vez que lo comí, pero sí recuerdo a mi abuela en cocina y esa mezcla inconfundible de aceite caliente, ajo y patata dorándose en la sartén, esa forma de empanar con mimo cada rodaja de patata, como si se tratara de una joya, y os aseguro que de eso sabía y mucho. Y esa cazuela que luego se llenaba con caldo y laurel, y se dejaba cocer al 'chup chup', como si el tiempo no tuviera prisa.
La receta se nota que viene de lejos, que ha pasado de abuelas a madres, y de madres a hijos algo despistados, como yo, que no tomaron nota entonces y ahora se arrepienten. Pero por suerte, la cocina tradicional tiene esa característica mágica de que siempre vuelve, a veces basta con oler algo parecido para que la memoria haga el resto.
Y como últimamente andamos todos un poco saturados de 'fuegos artificiales', en la vida, en las redes, en la cocina también, me apetecía volver a lo básico. A lo importante, y qué mejor que unas buenas patatas con nombre solemne y alma humilde para hacerlo.
Esta vez me he permitido un pequeño giro, porque el respeto por la tradición no está reñido con darle una vuelta al plato. Así que hoy traigo una reinterpretación que me gusta hacer de las patatas a la importancia, un poco más ligera, más de diario, pero con todo el sabor de siempre.
Guiso y colador fino
En vez de las patatas empanadas y fritas, que están buenísimas pero no se comen todos los días, he preparado una crema suave hecha con patata chascada, como mandan los cánones, cebolla, ajo, un toque de laurel y caldo de ave. Todo guisado con mimo, triturado y luego pasado por un colador fino para que quede sedosa y elegante.
Y como esto va de contrastes, por encima le he puesto una yema de huevo que se rompe al servir y lo mezcla todo con esa cremosidad que lo mejora todo, además de unas virutas de jamón crujiente le dan ese toque salado y canalla. Y si quieres rizar el rizo, un chorrito de aceite bueno, no hace falta más, que no es poco
El resultado es un plato que sabe a lo de siempre, pero con una presentación distinta, que huele a casa, pero se puede servir hasta en copa si tienes invitados, que no da pereza hacer, y que incluso se puede dejar medio listo el día anterior. Ideal para esos días en los que no tienes ganas de complicarte, pero sí de comer bien.
Como siempre os digo, lo importante es comer en casa, con calma, cocinar pensando en los tuyos, recuperar recetas que casi habíamos olvidado y darles un aire nuevo para que sigan vivas, y no solo en los libros o en los recuerdos.
Pues hoy os he dejado el mejor ejemplo de eso, un plato que parece sencillo, pero encierra muchas cosas, tiempo, cariño, memoria. Esas cosas que no caben en una foto de Instagram, pero que te reconcilian con la cocina de verdad.
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