«Yo sufrí el acoso y derribo en Sierrallana»
Cinco víctimas que fueron diana de las coacciones de las técnicos de laboratorio condenadas a prisión describen su «pesadilla» en el podcast de El Diario Montañés 'Sierrallana: anatomía de un acoso' | Bombones chupados, escupitajos en el agua, carteles ofensivos, coches rayados, burlas...«Pero hay muchísimo más detrás»
¿Qué pasaba en el laboratorio de Anatomía Patológica del Hospital Sierrallana de Torrelavega para que cuatro de sus trabajadoras estén a punto de pagar con la cárcel el hostigamiento al que sometían a sus compañeros? El delito es ya conocido: coacciones continuadas con el fin de imponer sus normas, hacer la vida imposible a quien no estaba dispuesto a alinearse con ellas y lograr que fueran cayendo los interinos como fichas de dominó para escalar en la lista de contratación. Pero, ¿por qué se mantuvo oculto un problema del que constan quejas formales desde hace casi quince años? La sentencia –fechada en enero de 2024– fue demoledora, aunque «solo condena los actos que pudieron probarse» por la torpeza de sus autoras, que dejaron el rastro en sus propias redes sociales. Bombones chupados, escupitajos en el agua, carteles ofensivos, burlas... «Pero hay muchísimo más detrás», declaran las víctimas que vivieron el «calvario». Unas pagaron el precio del traslado a otro destino, otras con su salud –al menos tres de ellas siguen hoy, años después, en tratamiento psicológico– y también hay quien se ve obligada a trabajar cara a cara con sus hostigadoras actualmente.
Cinco de esos afectados hacen público el relato de su «pesadilla» en el podcast de El Diario Montañés 'La Voz de la Noticia', recordando que la condena se limita a lo ocurrido entre 2011 y 2019, aunque el acoso laboral «venía de antes y siguió después». Y lo hacen a través de un encuentro, convocado por este periódico, en el que celebran la decisión judicial que confirma el ingreso en prisión; comparten la «indignación» por el tiempo perdido, «sin que nadie hiciera nada» por poner freno a aquel «grupo de presión», y por permitir que sus acosadoras sigan disfrutando del «premio conseguido a base del sufrimiento de sus compañeros»: la plaza fija en el Servicio Cántabro de Salud (SCS).
«No hay medicación que me cure este dolor que llevo dentro. A mí me han hundido la vida»
Silvia
«Insultos, empujones... El objetivo era quitarme de en medio, hostigarme y obstaculizar el trabajo»
Roberto
«No respetaron ni el duelo por la muerte de mi padre, me machacaron desde el minuto uno»
Marián
Entienden que si ya es paradójico que tres de las técnicos de laboratorio condenadas consolidaran su puesto en la sanidad pública mientras esperaban la sentencia, más insólito es que lo conserven y puedan reincorporarse cuando cumplan sus penas de cárcel (entre tres y cinco años). «Esto en una empresa privada es impensable», critican. Las víctimas salen del silencio mediático en el que estuvieron durante todo el proceso judicial para dejar claro que en esta triste historia «hay muchos más culpables».
Apuntan a quienes «callaron a sabiendas del grave problema que se vivía en el laboratorio» –dentro del servicio de Anatomía Patológica, en el de Prevención de Riesgos Laborales, en la Dirección del hospital, en el SCS, en la Consejería de Sanidad...– y «a quienes protegieron» también a las ya condenadas –ahí destacan el papel del sindicato CSIF–, poniendo en duda el relato de quienes sufrían cada día sus desprecios, insultos y mofas, mientras pedían auxilio en los despachos ante el temor de que esos ataques personales «acabaran perjudicando al diagnóstico de pacientes» que dependían de las pruebas de Anatomía Patológica que ellas tenían en sus manos.
«Me han hundido la vida»
Esa preocupación es lo que minó día tras día a Silvia hasta hacerle caer en «un hoyo negro del que me está costando salir. No hay medicación que me cure este dolor que llevo dentro». Haciendo un esfuerzo por contener la emoción, dice que «me podrán hundir a mí, que es verdad que me han hundido la vida, pero no permito que le afecte al paciente que está sufriendo y que está pendiente de un tratamiento. Por eso hemos hecho todos muchas horas de más para sacar adelante este trabajo minucioso de Anatomía Patológica», expresa, mientras escuchaba de fondo día sí día también «comentarios al aire y pullas para hacerte sentir que no eres profesional». El trabajo acabó siendo «una obsesión», porque necesitaba «comprobar una y otra vez» que estaba haciendo las cosas bien. Ella está ahora de baja. «No tengo fuerza para seguir frente a frente» con la acosadora que continúa en Sierrallana (las otras tres se trasladaron al laboratorio de Valdecilla).
Y en Torrelavega continúa trabajando también otro de los denunciantes, Roberto (actual coordinador), que llegó al servicio en 2013, tras nueve años de carrera en Valladolid. Desde el principio notó que el ambiente laboral era «raro» y «había cosas extrañas». Enseguida identificó que había «dos bandos» y «alguien me puso sobreaviso de que uno era muy conflictivo». No tardó en presenciar «los comentarios negativos» de las acosadoras, con una líder clara. Entonces la coordinadora era una mujer que declina acudir a la cita con este periódico ante la ansiedad que aún le causa recordar su paso por el laboratorio de Sierrallana. Pero declara que «nadie se podía imaginar la magnitud de lo que había allí». Ella pidió «ayuda a todo el mundo», incluida la consejera de Sanidad en aquellos años, que entonces era la ahora presidenta de Cantabria, María José Sáenz de Buruaga. Ante la falta de respuestas, acabó solicitando en 2013 una comisión de servicio para trabajar en el Hospital de Cruces (Vizcaya), sin saber que con el tiempo tendría que volver «al mismo infierno», describe.
«El conflicto se sale de madre»
Cuando ella se va, «el conflicto empieza a salirse de madre», recuerda Roberto, porque «el acoso y derribo desde el minuto uno se centra en su sustituta, Marián». «El modus operandi era siempre el mismo: o conmigo o contra mí», y un machaque personal «en manada». La nueva responsable de los técnicos sanitarios, una «mosca cojonera para ellas», vio enseguida «el control absoluto de la líder del grupo, que nunca aceptó que le quitaran la coordinación», así que «no aceptaba órdenes». «Me avisaron de que seguramente iban a ir a por mí», indica Marián. Y no se equivocaron. Llegaban tarde, se ponían a hablar, boicoteaban el trabajo... Siempre para dejar en evidencia a su jefa.
«El problema es que te atacaban, te menospreciaban, te insultaban... Y siempre en grupo». Hay una frase que no se le olvida: «Decían: 'Que se joda. Vamos a darle con el látigo de la indiferencia, a ver si se marcha a su casa'». Aquella presión acabó explotando y se cogió una baja que duró año y pico. En ese tiempo, «la cabecilla y la segunda de a bordo son quienes controlan el servicio», explica Roberto. Cuando Marián se incorpora –«no respetaron ni el duelo por la muerte de mi padre, me machacaron desde el minuto uno»–, la historia se repite.
«Te desestabilizan, llega un momento que te hacen responsable de cosas que tú no has hecho», declara. En su caso, llegó a pedir que «pusieran cámaras en el laboratorio». En lugar de soluciones, el arreglo que le dieron desde la Gerencia fue tramitar su traslado a Tres Mares, donde no había ni laboratorio de Anatomía Patológica. «Me apasionaba mi trabajo y lo tuve que dejar. Ellas cambiaron mi vida», lamenta. Pero el 1 de enero de 2016, que inició su etapa en Reinosa, «empecé a dormir. Y me parecía injusto, renunciando a una plaza que me gané por oposición. Pero en Sierrallana no podía seguir, me entran escalofríos solo de pensarlo».
Con ella fuera de juego, la siguiente diana fue Roberto, en el momento en que asumió la coordinación: «Si no conseguían lo que querían, una manera de presionar era obstaculizando el funcionamiento del servicio. ¿Cómo lo hago? Pues cogiendo bajas. Para menospreciar tu trabajo y hacer ver que el puesto te queda grande, cualquier orden que des o cosa que propongas no se hace». El objetivo es evidente: «Quitarme del medio». A medida que pasan los meses, «ya empiezan los ataques personales. Insultos, empujones, me han rayado el coche en tres ocasiones, registraban mis pertenencias... Todo era hostigarte en el trabajo. Si tenía la luz encendida, la apagaban.Si la tenía apagada, la encendían. Una y otra vez. Y lo mismo con la puerta del despacho. Si estaba cerrada, la abrían. Si estaba abierta, la cerraban. Buscaban incomodarme para que yo saltase o perdiera los papeles». Pero lo que hizo fue acumular argumentos para la denuncia que presentó el sindicalista José María Fernández Cobo (entonces de UGT), que dio pie a una investigación interna de la Inspección. Su informe fue determinante para que el caso llegara a la Fiscalía.
Tras un juicio maratoniano, con decenas de testigos, la condena fue rotunda. Y ha sido ratificada tres veces. Pero las víctimas defienden que en esta trama hay «más culpables». «Hubo compañeras que se aprovecharon de la situación. Tú eres el saco de boxeo, pero a mí me está viniendo bien, pues miro para otro lado», critica otro de los afectados. Él acabó huyendo de Sierrallana. Otro más a la lista, como la quinta técnico que se une a la conversación en la sede de El Diario Montañés. Sin saber, claro está, que con el tiempo volverían a cruzarse sus caminos en Valdecilla. Todos coinciden en que «alguien, en plural, metió la pata, y ahora los fallos de esas personas nos las comemos nosotros». Hay quien precisa que «perdonaría a todos los responsables que no hicieron nada, si cogen ahora y las echan. No se merecen esas plazas, ganadas a costa de la salud de otras personas». Otros, en cambio, preferirían que «se llegara al fondo del asunto», «porque esto empezó por algo mucho más grande, aunque ha terminado con lo que se ha podido demostrar».