«Los de Cueto éramos peleones»
Su talento y rebeldía se juntaron con una pegada mortífera en el ring para convertirse en un ídolo de andar por casa
Era muy pequeño cuando le empezaron a llamar Niñuco. «Pero peleón», recalca. En su mirada aún se podía percibir esa rebeldía. «Tanto niñuco, niñuco... Que ... me quedé con Uco». Y tanto que se quedó. Es probable que pocos sepan que en realidad se llamaba Cecilio Lastra González (1951-2025). Ni los de antes, los que le conocieron con los guantes y «engarrándose por ahí», ni los jóvenes de ahora, que disfrutan en Cueto de un pabellón que desde 2018 lleva su nombre. Ese reconocimiento, como unos cuantos más, le llegó en vida. «Es algo muy bonito que te reconozcan en tu casa». Así llamaba a Cueto, al «campo de San Pablo» al que llegó con tres meses después de nacer en Monte y del que solo se marchó para el último viaje.
De niño no le gustaba mucho «eso de jugar partidos de fútbol». Pronto se dio cuenta lo que de verdad quería. «Don Modesto, en el colegio, nos dio a escoger qué queríamos hacer y yo le dije que boxeo», rememoraba en aquel 2018 a las puertas de su pabellón: «Los de Cueto éramos peleones. A mí siempre me gustaba estar por ahí engarrándome con uno o con otro». Detrás del restaurante que aún se llama El Torreón, en pleno corazón del pueblo, estaba el gimnasio en el que con trece años ingresó por primera vez. «Nos duchábamos en El Pozo, con agua fría después de entrenar». Allí apareció con Luis Alconero, su amigo, con quien se dio «una pila tortas» antes de que se casara y colgara los guantes. «Solo quería pelear». Estudiaba cuando se acordaba, ayudaba en casa cuando podía y entrenaba. Le enseñaban el oficio, pero él tenía cosas que no se aprenden, que se tienen.
Apuraba aquel día un pitillo. Nunca pudo dejar del todo el tabaco. «Yo no iba para atrás». Con esa condición se empieza a ser boxeador. No hay duda de que hay muchas cosas más, pero sin esa, lo demás se queda pobre. Debutó pronto, contra Sebas, de La Albericia, al que ganó antes del límite. Siguió a ese combate «una pelea en Santoña con uno de Valladolid con el que nos dimos una trisca». Y el tercero, en Cabezón de la Sal «con un madrileño al que noqueé». Se ponía los guantes y era feliz. «Del colegio me escapaba, y cuando me cogían los maestros me arreaban en las pantorrillas con aquellas regla... A mí y a un par de ellos».
Su carácter indomable fue el que le permitió subirse al ring de aquella manera. Llegaron los campeonatos provinciales y luego la mili en Bilbao. «Allí combatí mucho y aprendí más cosas». Cuando podía se iba al monte a cazar. «A pájaros, porque antes se podía, ahora ya nada», remarca.
Aquel niñuco fue ganando y ganando sin echarse nunca para atrás. Su vida no dejó de girar, ni antes de aquel día en el que consiguió el cinturón mundial ni después. Se culminaban unos vertiginosos meses en los que se pasó de la profunda decepción a la gloria. De las lágrimas de dolor e impotencia a felicidad. Uco se había coronado campeón de España del peso pluma en Santander al derrotar al conquense Isidoro Cabeza por puntos en doce rounds, en marzo de 1977. Llevaba tan sólo 16 meses de carrera profesional. Pero estaba curtido: «Ya me había pegado muchas veces».
Tuvo también malos momentos, como la derrota ante Castañón que le sacó de la senda del cinturón europeo. «Me hicieron mierda los árbitros». El aspirante cayó un par de veces y Lastra cinco, incluidas las tres en el undécimo asalto que llevaron a darle el combate por perdido. «Nunca lo pasé peor. Yo estaba bien; me levanté, pero el árbitro me dijo que había perdido». Medio siglo después, aún estaba dolido. «Quería dejar de pelear. Me daban ganas de coger... Fue la noche más triste». Se le pasaron tantas cosas por la cabeza. «A algún árbitro le hubiera...».
Pero se levantó de la caída. Un día sonó el teléfono y le ofrecieron pelear por el Mundial. «Y entonces dije: 'Hay que dejarse el cuello'». Aceptó casi sin hablar de dinero. Se dijo que el 'Brujo' ganó cuatro millones de pesetas –hay quien dice que fue mucho más–, pero de la bolsa de Uco, nada. «Ni me acuerdo. Yo solo quería el cinturón», rememoraba. Ni aquello le dejaron entero. Años después le llegaron incluso a robar las piedras incrustadas. Aquello que de verdad tenía valor económico. Porque afectivo y deportivo le sobraba.
Ganó, eso se sabe. A los puntos. Y después no le trataron bien. Sí sus paisanos. No los promotores ni el boxeo. «Me tuvieron un tiempo que si iba para allí –Panamá–; que si me quedaba... Me volvieron loco. En Cantabria no me dejaron hacer una pelea de rodaje. Tenía de aspirante a Bebe Francis, pero me lo quitaron y me mandaron a Panamá». Allí perdió con Eusebio Pedroza.
Ese golpe lo acusó aún más. «Me abandoné, me desmotivé, no entrenaba lo que quería...». Y no se dio la mejor vida. Encontró después un trabajo en el Ayuntamiento y colgó los guantes. Poco a poco fue domando aquella rebeldía. O más bien aprendió a vivir con ella dormida. De dinero no quería ni hablar. «¿Vivir con el boxeo? Nos daba para coger el tren y comer un bocadillo». No dejará millonarios a sus hermanos Pepe, con el que comenzó a boxear cuando era un crío, y Encarnación.
Y allí , en Cueto, hizo vida de barrio y seguía cuidando y criando pájaros. En realidad, sin saberlo –o tal vez sí lo sabía–, aquel campeón de barrio tuvo algo de esos animales; siempre buscando la puerta de la jaula para ser libres, para pelear con el destino. Aquel día de 2018 se despidió con un consejo para los chavales que se pongan los guantes de chiquillos: «Que se cuiden, que aprendan el catecismo, que reciban lo menos posible y que no falten manos. Con raza. Nunca para atrás». Como Uco Lastra.
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