Cincuenta sombras de gris
Cuando uno vuela a China y el avión abandona la altitud de crucero para comenzar el descenso, lo primero que llama la atención del ... viajero es la cúpula grisácea que flota sobre el país. He recorrido este país-continente que es China de punta a punta, cientos de veces, durante década y media. En avión, en tren, en furgoneta, carricoche, autobús, triciclo, bicicleta y taxi. Conozco bien este país y sus ciudades, sus polígonos industriales, su mundo rural y sus nolugares.
Una de las características que más llama la atención del occidental que viaja por China es la neblina perenne que cubre el paisaje de gran parte de su franja costera (un territorio que abarca aproximadamente 6.000 kilómetros de norte a sur del país). Esa neblina omnipresente no es nueva, pero hoy, además, se combina con la contaminación galopante y el polvo de las obras de construcción. La pintura clásica china lleva siglos representando paisajes envueltos en bruma, montañas nebulosas y horizontes desdibujados en la distancia. Sus láminas están siempre pinceladas en la infinita escala de grises que concede la tinta china. Esa neblina chinesca es secular, estuvo ahí siempre y la compone la habitual humedad de su costa y el limo milenario de esta tierra en suspensión. A diferencia de la pintura occidental que, conforme evolucionó a lo largo de los siglos, fue ganando en realismo y movimiento, mejorando el modo en que representaba la luz, la proporción y la expresividad, la pintura china se ha ajustado durante miles de años a unos cánones bastante rígidos, en los que la composición, la escala y el cromatismo de las ilustraciones apenas han variado. Al contrario que en Occidente, las pinturas clásicas chinas no estaban pensadas para reflejar la realidad tal como es, sino para brindar, al observador, un objeto de evasión y meditación. Las lontananzas en China, como diría el naturalista Joaquín Araújo, «enseñan a no llegar».
Pero volvamos a las ciudades chinas. Si juzgásemos el atractivo de este país por lo que se ve desde sus autopistas, sus trenes o los aviones que lo sobrevuelan..., no saldría bien parado. China resulta una «feocracia» a los ojos del viajero de negocios. Desde los tejados azules de sus fábricas y naves industriales alrededor de las ciudades, hasta sus avenidas y barriadas de estilo postsoviético pasando por el grisismo imperante en la mayoría de sus núcleos urbanos, una letanía de estampas anodinas acompaña al viajero a lo largo de miles de kilómetros. No ayudan, a combatir esa impresión, las enormes pantallas LED que destellan en mitad de las ciudades, ni los neones multicolores que, brillando por doquier, contrastan con la grisura general, provocando en el visitante extranjero una tristeza desconsoladora.
A menudo no se sabe dónde comienza el campo, dónde termina el polígono industrial y dónde vive la gente
Cuando uno regresa a Europa, tras varios meses en China, lo primero que percibe, precisamente, es la vivacidad y la inmediatez de los colores, la apariencia cierta y concreta de las cosas por la calle, la profundidad del paisaje y el azul del cielo. La luz, sobre todo. En China, en cambio, esa gasa gris que lo recubre todo resta luminosidad a la realidad. El carbón tiene la culpa y cubre el paisaje de una fealdad sosa y muy repetitiva. El bucle apático del paisaje chino lo compone la nave industrial, el poste de alta tensión, las tiendas con sus neones, los bloques de viviendas como enormes colmenas y el terreno cultivable. Todo mezclado en un popurrí agroindustrial en el que, a menudo, no se sabe dónde comienza el campo, dónde termina el polígono industrial y dónde vive realmente la gente. Pero la gente vive ahí. Ahí, en mitad de esa neblina.
El mayor y más veloz proceso de urbanización de la historia ha transformado traumáticamente la fisionomía de un país rural: un triple salto mortal (sin red) del arrozal al hormigón tamizado por la grisura de la contaminación En ocasiones, en mitad de esas vastas extensiones, de esos desoladores nolugares que no terminan de ser terreno yermo ni un verdadero polígono industrial pero que tampoco componen las afueras de ciudad alguna, surgen gigantescos letreros con los precios del metro cuadrado. Tras ellos, como gigantescas fichas de dominó en mitad de la nada, silenciosos bloques vacíos recién construidos, avenidas sin gente, árboles recién trasplantados, descampados y centros comerciales a medio terminar. Siempre que veo esas miles de «Seseñas chinas» con sus promociones fantasma en mitad -literalmente- de ninguna parte, me pregunto: ¿quién querría vivir aquí?
Merece la pena salirse de las rutas comerciales, urbanas y turísticas habituales, echarse una mochila a la espalda y perderse en la anatomía desconocida de este fascinante país. Allí, le aguardan al viajero increíbles aventuras, naturaleza exuberante, pueblos auténticos, diversidad étnica, rutas ancestrales, paisajes, cielos azules, una gastronomía inagotable y, por supuesto, la proverbial hospitalidad de los chinos, siempre dispuestos a tomar un trago y echar un cigarrillo con el amigo forastero.
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