Oro y grana
La tauromaquia es uno de los símbolos españoles más conocidos en China
«Esto es de otro planeta», pensé nada más entrar en la plaza. Hacía veinte años que no asistía a una corrida de toros y, ... ay, las dos décadas no habían pasado en balde: el espectáculo abruma y sobrecoge. Nada más sentarme empecé a contemplar todo aquello de la manera en la que, muy a menudo, me sorprendo mirando la realidad de mi propio país, nuestra cultura y nuestra idiosincrasia: con los ojos de un chino.
No recordaba yo aquel ambientillo, los abanicos, la sangre, las vestimentas de los que están en el ruedo (y las de los que se tienden a verlos), las peñas, los ritos ceremoniales, las poses teatrales, la simbología, las técnicas codificadas, el olor a puro, los colores o la música festiva. Ni el silencio. Allí, con una mezcla de asombro hipnotizado, desconcierto, repulsa incómoda y curiosidad antropológica, asistí perplejo ante esa fiesta ancestral que, en la belleza del gesto artístico y su tensión entre control y peligro, vida y muerte, ya fascinó a Cossío, García Lorca, Goya, Ortega y Gasset, Hemingway, Alberti, Bizet, Miguel Hernández y tantos otros.
En China, el 'toreo' se traduce como una «pelea con toro» y, con un fortísimo respeto por las tradiciones milenarias, saben que en España se lidian toros desde tiempo inmemorial y que no es un simple espectáculo comercial. De hecho, la tauromaquia es una de las escasísimas cosas con las que todos (t-o-d-o-s) los chinos (y otras tantas nacionalidades) identifican a nuestro país: un legado milenario vivo.
Así, poniéndome en los zapatos de un chino –especialmente si es urbanita, como la mayoría de los chinos con los que yo me relaciono– imaginé la tensión interna que me generaría el impactante derramamiento de sangre y el aplauso apasionado ante la muerte pública del animal, contrapuesto al peligro, el valor y la épica que, en pleno siglo XXI, sigue teniendo el poner a un hombre delante de un animal de media tonelada, casi mítico, fiero, herido, aterrado, cabreado y decidido a no dejarse matar. Ahí está el hechizo que explica por qué, en España, el toro no solo está en las plazas y trasciende a nuestra cultura, nuestra poesía, nuestra música, nuestra mitología y nuestro día a día, convirtiéndolo en símbolo de fuerza, de coraje, de bravura, de muerte y de pasión.
Por supuesto, como buen chino, no desaprovecharía la oportunidad de grabar algo único, genuino y distintivo de la cultura española. Así, sin despegar la mano de mi móvil durante toda la corrida intentaría (inútilmente) capturar la intensidad que concede esa pulsión mortal para compartirla a través de redes sociales. Absorto, sin poder apartar la mirada de un espectáculo que tiene en su mismo centro el dolor como forma de arte, el chino en que yo me convertí presenciando la faena, hubiese intentado atar cabos, explicarme el porqué de semejante danza ritual entre la vida y la muerte, para buscar el sentido más profundo a ese truculento regodeo y responder a preguntas nada fáciles: ¿cómo ha sobrevivido esta fiesta, con estos mimbres, en uno de los países más desarrollados del mundo? ¿Qué representa el toro? ¿Qué simboliza el torero? Palabras como 'valor', 'destino', 'tradición' u 'honor', muy presentes en la mentalidad china, acudirían a mi rescate.
Por eso, tal vez, precisamente un chino sea capaz de entender el significado trascendente del toreo pues la suya es también una civilización que respeta lo antiguo, lo simbólico y lo trágico. Además, en algunas regiones rurales del suroeste de China (como Guizhou, Guangxi o Yunnan) se han practicado históricamente peleas entre toros, similares a las de gallos, pero sin intervención humana directa en la lucha, sin implicar la muerte intencional del animal ni conceder ritualidad estética alguna como en nuestros toros. No faltan, incluso, ejemplos recientes de empresarios que han intentado promover la tauromaquia española en China, pero nunca han pasado de lo experimental y lo anecdótico: en 2004, el torero Luis Miguel Encabo participó en una exhibición de toreo de salón en Shanghai y, en 2010, un visionario empresario chino anunció un ambicioso plan para construir una plaza de toros tubular con capacidad para 30.000 personas en una suerte de 'parque temático español' a base de flamenco, vino, toros sin muerte y cultura mediterránea. Sin éxito.
Es imprudente juzgar sin entender y yo no entiendo los toros, pero el riesgo auténtico de que ese danzante, pese a tener medido cada paso y cada movimiento, pierda la vida –aquí y ahora–, estremece. Para el no iniciado no es fácil mirar esa promesa cierta de que, pese a toda la ceremonia y sus pautas, el saber hacer torero y el ambiente festivo, la suerte no está echada hasta el último estoque y, efectivamente, cualquier cosa puede suceder ante tus ojos.
No es una simple lucha (aunque sea una lucha incivilizada), ni un espectáculo de violencia gratuita (aunque el toro padezca bajo los aplausos) y quizás yo nunca llegue a amar la tauromaquia, pero creo ser capaz de respetarla como se respeta una lengua que uno no habla. Dice Joaquín Sabina que en los toros «hay algo que es verdad», pese a la crueldad chocante y la brutalidad que entrañan. O precisamente, implícita y contradictoria, por ello están profundamente ligados a nuestra identidad. Como un oscuro espejo de nosotros mismos.
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