Nacer y morir son las dos grandes experiencias universales, las que son compartidas por todos los seres humanos: de aquí o de allí, de hace ... veinte mil años o del siglo XXI, altos o bajos, pobres o ricos. Es extraño y difícil, pero acaba dando sentido a casi todo. Y, si no le da sentido, es lo que hay y toca convivir con eso. Somos muertos que estamos de vacaciones, dijo alguien, no sé quién. Los años empiezan y terminan y cada vez que eso sucede ponemos en marcha un rito para despedirnos de lo que acaba y recibir lo que comienza.
Los rituales importan: ayudan a celebrar las cosas buenas y a gestionar el dolor que nos provocan las malas. Cada vez que comemos las uvas, participamos en un rito popular. Entre Nochevieja y Año Nuevo se repasa lo vivido y se especula con lo por vivir. El 2024 se diluye, entre gratitudes y despechos, y comienza a tomar forma el 2025, entre escepticismos y deseos. La fantasía es que entre el 31 de diciembre y el 1 de enero «algo se deja atrás y algo empieza».
Es una fantasía, sí, pero las ilusiones son parte de la vida y tan reales a veces como el cielo o las hojas de los árboles o el placebo que nos calma un malestar que no sabemos si existe. Nacer y morir, empezar y terminar. Y, en medio, vivir como si las cosas fueran para siempre, escapando como podemos de esa realidad que nos angustia a través de distracciones o proyectos. En 2025 no cambiarán muchas cosas: habrá sufrimientos y gozos, eso es seguro. Hay que cruzar los dedos para que sean más las alegrías que los pesares, para que la salud propia y la de las personas que queremos no se quiebre porque ese es siempre el mayor naufragio. Y hacer lo que se pueda. Una buena manera de adentrarse en este nuevo año es dedicar una tarde o una mañana a ver 'Barbarroja', de Kurosawa. Pocas películas, me parece, son más adecuadas para despojarnos de lo que nos sobra y comenzar el año con la brújula apuntando hacia las mejores virtudes.
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