El aceite también se hace en Galicia
Lo que se produce importa, pero cómo se transforma, cómo se comunica y cómo se siente, importa tanto o más
Cuando pensamos en aceite de oliva, el mapa mental se despliega hacia el sur: Jaén, Córdoba, La Mancha... El olivo, tan ligado a la historia y al paisaje andaluz, se ha convertido en símbolo nacional. Sin embargo, fuera de ese eje principal, hay otras historias que merecen atención. Galicia, tierra de lluvias y pastos, no suele figurar en la conversación del aceite. Y sin embargo, lo hace. Y lo hace bien.
Uno de los ejemplos más curiosos y reveladores es el de Aceites Abril, una empresa gallega que lleva más de sesenta años elaborando aceite de oliva desde Orense. Su historia comenzó de forma casi accidental. En los años cincuenta, la familia Pérez Delgado, dedicada al vino, envió a su hijo a La Mancha para comprar una prensa de uvas. Pero la compra llegó con condición: había que llevarse también las aceitunas. Lo que parecía un estorbo se convirtió en una oportunidad. Comenzaron a molturar aceituna, primero de manera artesanal, y más tarde, ya en Galicia, pusieron en marcha una pequeña fábrica en el barrio de A Ponte, desde donde salieron las primeras botellas, selladas a mano.
Hoy, Aceites Abril es una empresa consolidada, gestionada por la tercera generación familiar, que ha sabido mantener el compromiso con el producto y con el territorio. No han tratado de competir con el aceite andaluz en su terreno, sino que han construido una identidad propia, coherente, que combina tradición, innovación y arraigo. No es solo el aceite lo que importa, sino también la manera de hacerlo y de contarlo.
Esta historia que os cuento no es un elogio comercial, más bien, una reflexión sobre lo que puede enseñarnos un caso así cuando lo miramos desde Cantabria. Aquí tenemos un ecosistema agroalimentario potentísimo, ganaderos que siguen cuidando razas autóctonas, agricultores que trabajan con mimo en pequeños valles, queseros que han alcanzado reconocimiento internacional, y conserveros que mantienen vivo un legado diferencial. Lo que a veces falta no es talento ni producto, sino visión a medio plazo, confianza en que también desde el norte se puede construir algo con proyección.
El ejemplo gallego es útil precisamente porque no viene de una tierra naturalmente aceitera, no había tradición, ni olivos centenarios, ni infraestructuras previas. Lo que hubo fue una combinación de intuición, empeño familiar y la capacidad de aprovechar una oportunidad inesperada, y eso sí lo tenemos aquí, la capacidad de crear desde lo que hay, de sumar valor a lo propio, de contar las historias que acompañan a cada producto.
En un momento como el actual, donde la supervivencia del medio rural está en juego, las respuestas no pueden venir solo de la administración. El empuje, muchas veces, empieza en lo local. En esa finca donde se decide transformar la leche en queso, en esa conservera que elige apostar por un etiquetado cuidado, en ese productor que abre las puertas de su explotación para enseñar cómo trabaja. Esos pequeños pasos son los que, con el tiempo, generan marca, generan relato, y sostienen un modelo más justo y más sostenible.
Desde Cantabria no tenemos que imitar a nadie pero sí podemos dejarnos inspirar por quienes han recorrido caminos similares con éxito, en Galicia se ha hecho con el aceite, ¿Por qué no hacerlo aquí con otros productos? Lo importante no es el qué, sino el cómo. Lo que se produce importa, pero cómo se transforma, cómo se comunica y cómo se siente, importa tanto o más.
Aceites Abril es solo un ejemplo, pero hay muchos más. Y todos nos están diciendo lo mismo: también desde aquí se puede.
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