Manuel Fontán
Formado en Filosofía, dirige los museos de arte abstracto de Cuenca y Palma
Hacer un tipo de investigación exigente, con el público como centro, a través de exposiciones y proyectos cuidados debe ser la meta de las instituciones como la Fundación March, en la que Manuel Fontán ejerce como director de museos y exposiciones. Sobre arte dialogó en el curso Ciudades y Puentes, sobre intelectuales, comisarios y artistas.
–Desde que comenzó su larga trayectoria hasta la actualidad, ¿es muy distinta su mirada al significado del arte?
–Pues sí, evidentemente ha cambiado. Creo que, seguramente, la biografía intelectual de cualquier persona, cuando tienes el primer contacto con el arte, de niño, de adolescente, incluso cuando estudias, empiezas teniendo una visión romantizada del arte. Nuestra conciencia estética le debe todavía mucho al concepto de genio del siglo XVII y XVIII, que se puede rastrear desde los griegos. Es decir, la personalidad creadora, prácticamente prometeíca, que crea de la nada algo completamente nuevo. Todos tendemos a identificar al artista y a la obra de arte como algo originado por un creador sin igual.
–¿Y cuando considera que cambia esa percepción?
–Después uno va aprendiendo que existe lo nuevo, pero lo nuevo no es el resultado de una creación radical. La creación artística es un conjunto de muchísimos factores que ponen en entredicho esa creación de la novedad radical, tan típica de las vanguardias históricas, y la explican mediante otros factores.
–¿Se pueden explicar todas las manifestaciones artísticas?
–No se explican del todo, porque si se hiciera, el arte sería una pura cuestión de procedimiento, que es en lo que consiste la técnica. Cuando es el procedimiento el que está en cuestión, porque no sabemos cómo hacer una cosa y solo podemos inventarla haciéndola, lo que sale de ahí es lo que llamamos obra de arte.
–Le replanteo la pregunta inicial. Siendo así, ¿la mirada de un profesional de este campo, debe cambiar con el tiempo?
–Es probable que alguien que se dedica profesionalmente a este campo, deba no dejar de estudiar y leer nunca por una razón; la mayor parte de los conceptos filosóficos o de las ideas con las que con las que explicamos nuestra realidad, con las que intentamos anticipar de alguna manera el futuro y con las que intentamos explicarnos el pasado, son conceptos a su vez artísticos, es decir, son constructos mentales artificiales que van cambiando. Aunque las palabras sigan siendo las mismas, eh usamos la palabra arte hoy en pleno siglo XXI y es la misma que usaban los romanos, los griegos no entendían lo que llamaban arte como nosotros entendemos lo entendemos ahora.
–En ese uso de las palabras, alejados ya de esa romantización, ¿el perfil del artista ha perdido enteros socialmente?
–Yo diría que ha ganado muchos enteros socialmente. El perfil del artista romántico ha devenido casi en el paradigma de lo que se entiende como subjetividad moderna, digamos, nuestra individualidad.
–Una de sus funciones ha sido la traducción, en concreto de Heidegger, que consideraba que la existencia humana está marcada por la temporalidad. ¿Cómo encajarían sus ideas en la sociedad y los ritmos actuales?
–Pues es difícil esta pregunta. Estamos todos enfrentados a la temporalidad y también al espacio. Se puede decir que una obra de arte tiene por lo menos tres espacios y tres tiempos. El primero es el tiempo en el que esa obra se creó y el lugar para el que se creó. Como 'site specific', una obra que se ha hecho para un sitio, una instalación contemporánea, pero también un fresco románico. Después está el tiempo que ha pasado entre esa obra y nuestra conciencia o nuestro contacto con ella, en el que pueden haber ocurrido muchísimas cosas; se ha destruido y ya no nos queda más que un documento o un texto. Y por último está el momento preciso y el lugar preciso en el que estamos enfrentándonos a esa obra que muchas veces no tiene nada que ver con el tiempo, porque no somos simultáneos a la creación, pero muchas veces tampoco con el espacio.
–¿Cuánto ha aportado a su propia mirada su experiencia como director de las sedes del Instituto Cervantes en Bremen, Lisboa y Nápoles?
–Intelectualmente creo que le debo casi todo a los años que pasé en Münster escribiendo mi tesis doctoral y siendo alumno de la universidad y al país, un alto sentido de la ética profesional y de la autoexigencia. Recuerdo que el color del arte del siglo XX yo lo he aprendido en un país sombrío, en los museos alemanes. En Portugal, aprendí lo distinto que puede llegar a ser algo aparentemente tan parecido y una admiración sin límites por un país pequeño, con una masa crítica de gente culta proporcionalmente superior a a la española. Y de Italia, qué te voy a decir; es el descubrimiento de esa especie de triple matriz griega, romana y cristiana, del arte y de la cultura en general, desde Santa María Maggiore a Pasolini.
–En su estancia ha visitado el Archivo Lafuente. ¿Cómo valora este proyecto?
–Desde que conocí a José María Lafuente, supe de la existencia del archivo y empezamos a colaborar en exposiciones, tengo un respeto, una admiración profundos. Creo que en Santander se ha gestado de manos de José María algo que hubiera costado muchísimo y de hecho no se había hecho antes con continuidad desde las instituciones públicas. Desde que existe el Archivo hay una parte de la conciencia histórica española que tiene un soporte material que antes no tenía. Haciendo un juego de palabras, creo que no es casual que quien haya creado el archivo se apellide Lafuente. Digamos que es la fuente para muchas investigaciones, para muchas exposiciones. Investigar sin fuentes tiene el peligro de la frivolidad y de la superficialidad. El Archivo Lafuente es una especie de milagro laico obrado por un visionario, que no en vano es un gran empresario, porque hay que tener mentalidad de empresa para haber hecho esto. Era muy necesario.