La cobardía de la Fórmula 1 y de los pilotos con la lluvia
Las decisiones que robaron el espectáculo del Gran Premio de Bélgica son un síntoma de una enfermedad que padece el gran circo desde hace años: el exceso de precaución
David Sánchez de Castro
Madrid
Lunes, 28 de julio 2025, 20:30
El Gran Premio de Bélgica de Fórmula 1 de 2025 no pasará a la historia prácticamente por nada. Ni siquiera por el hecho anecdótico ... de que los tres pilotos que subieron al podio tuvieran, en ese momento, ocho victorias cada uno, o por el detalle curioso de que el encargado de entregarles el trofeo, el legendario Jacky Ickx, también compartiera esa estadística. Un número redondo cuyo interés dura lo que tarda en publicarse un tuit o un post en X.
Si por algo se recordará esta edición de la visita de la Fórmula 1 a uno de los circuitos más técnicos, exigentes y emocionantes del calendario es, precisamente, por cómo la propia competición decidió convertirla en una carrera sin alma, hasta ganarse una sonora pitada por parte del público. El detonante: la lluvia, o más bien, el miedo a ella.
Spa-Francorchamps está enclavado en el corazón de las Ardenas, en Valonia, una de las regiones más frondosas y bellas de Bélgica. Un lugar perfecto para quien ame la naturaleza, el ciclismo —varias de las clásicas más famosas del calendario se disputan en esta región o a pocos kilómetros— o el automovilismo. Llegar hasta el circuito implica atravesar bosques espesos para acabar descendiendo a una hondonada donde se esconde esta joya del motor. Por su ubicación, es normal que llueva incluso en pleno verano y con ola de calor en el resto de Europa. Las previsiones ya lo advertían días antes: iba a llover, y no poco.
La Fórmula 1 conoce de sobra cómo es Spa bajo la lluvia. Basta recordar carreras como la caótica de 1998, con un accidente múltiple en la primera vuelta que implicó a media parrilla, o el bochorno de 2021, en el que se dieron vueltas tras el coche de seguridad para poder declarar oficialmente una carrera que jamás se disputó. Aquel día, la FIA y la Fórmula 1 —culpables a partes iguales— ya dejaron entrever su falta de coraje: mejor pasar el ridículo y capear la tormenta de críticas que asumir el más mínimo riesgo de accidente.
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El cambio de mentalidad no es casual. La muerte de Jules Bianchi en 2015, tras meses en coma tras su accidente en Suzuka, lo alteró todo. Aquella tarde en Japón, la pista estaba empapada y ya ondeaban banderas amarillas cuando Bianchi perdió el control. El destino quiso que se saliera justo donde una grúa retiraba otro monoplaza. El impacto fue fatal. Se señaló a todos: a los comisarios, a la FIA, al propio piloto. Pero lo que quedó grabado fue la certeza de que la Fórmula 1 no podía permitirse otra tragedia así.
Desde entonces, el riesgo ha sido eliminado del vocabulario del gran circo. En otros tiempos, la posibilidad de un accidente mortal era un incómodo pasajero que todos aceptaban. La muerte de Ayrton Senna en directo cambió la percepción de millones; la de Bianchi, la de una nueva generación que solo había visto esos dramas en documentales. La Fórmula 1 decidió que no podía dejar en manos de los pilotos la gestión de los riesgos. Ya no habría un nuevo Niki Lauda dispuesto a plantarse en Japón 1976 bajo la lluvia torrencial, aunque eso le costara un título mundial. El instinto de supervivencia, potenciado por las mejoras en seguridad, había eliminado el último freno natural: el miedo.
Por eso, y también por razones más mundanas —como las posibles responsabilidades legales o económicas ante un accidente grave—, Rui Marques, el director de carrera, decidió esperar hora y media antes de dar la salida el domingo. Y cuando lo hizo, fue tras el coche de seguridad. Desde la retransmisión oficial, se encargaron de seleccionar cuidadosamente las radios de los pilotos que reforzaban esa narrativa. El relato debía sostener la decisión. Pero ni eso evitó las críticas, ni el hartazgo del público.
Culpa compartida
Nadie hizo lo que Max Verstappen verbalizó con claridad: si hay lluvia, se puede aflojar. Si un piloto no se atreve a subir a fondo por Eau Rouge por miedo a salirse o por falta de visibilidad, puede levantar el pie. Esa es una decisión individual. Pero nadie quiere ser el primero en hacerlo, no sea que quede en evidencia. Se impone el pacto implícito del todos o ninguno.
Y si a eso se suma el rol de Pirelli, que carrera tras carrera parece más centrado en controlar el espectáculo que en permitirlo, el resultado es inevitable. ¿Qué sentido tienen los neumáticos de lluvia extrema si no se usan en las condiciones para las que supuestamente están diseñados? ¿Para qué existen?
La FIA, la Fórmula 1, Pirelli… todos comparten la culpa del lamentable espectáculo del domingo en Spa. Pero también los pilotos, más timoratos que nunca. Si bien no se trata de pedirles temeridad, sí se les puede exigir responsabilidad. Porque cuando aceptan colgarse del cuello un pase que dice «Los deportes del motor son peligrosos», no están solo firmando un papel. Están aceptando una verdad incómoda que no pueden seguir ignorando.
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