Hace años un sacerdote anciano, al escucharme criticar a alguien, me dijo sonriendo: «No juzgues a los demás solo porque pecan de manera diferente a ... como pecas tú». Desde entonces, esta máxima me ha acompañado y creo que me ha ayudado a ser mejor persona. Nos habla de empatía, de compasión, de fijarse en las personas y no en las categorías. Nos habla de respeto, de ternura, de miradas cordiales, de corazón humilde… Y, evidentemente, nos habla de la realidad.
¡Con qué inmisericorde certeza juzgamos al otro! Pero, a la vez, ¡con qué elegancia y seguridad me absuelvo y absuelvo a los que piensan igual! ¡Con qué facilidad nos dejamos convencer por ese fariseo y por ese narcisista que llevamos dentro! En medio del verano sobra el reloj, se alargan las sobremesas, el tiempo para charlar, y es frecuente que no hablemos de nosotros, sino del vecino, del cuñado, del amigo, del jefe, y precisamente no con la misma caridad que quisiéramos para nosotros. Incluso hay quién nos asombra pidiéndonos le informemos de los últimos cotilleos en torno a personas cercanas en circunstancias vitales difíciles.
Jesús no entendía mucho de leyes, de lo que entendía era del corazón. Entendía de curar, de escuchar, de reconstruir, de abrazar, de salvar a los pecadores. Creo que hoy, más que nunca, necesitamos curar, escuchar, reconstruir y abrazar. Porque en el mundo, y también dentro de la Iglesia, hay enfermedad, incomunicación, destrucción y división. Lo que salvará al mundo, lo que nos salvará a todos y cada uno de nosotros, no será un juicio, sino el amor. «No juzgues a los demás solo porque pecan de manera diferente».
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