Cenizas de felicidad
En ese día tan especial en el que honramos a nuestros muertos en los cementerios, el debate sobre dónde querríamos que descansaran nuestros restos surge ... espontáneo, aunque supongo que el penoso trámite de la adquisición de nichos, su precio y la claustrofobia de pensar, aunque seamos cadáveres, en permanecer entre dimensiones tan aprisionadas, nos sugiere cada vez más la idea de la incineración para convertirnos en polvo por la vía rápida, proporcionándonos la posibilidad de integrarnos románticamente en nuestro entorno preferido sin desdeñar la idea de quedarnos en una especie de jarrón que puede colocarse en cualquier rincón del hogar de nuestros familiares más allegados.
Echar las cenizas al mar es, sin duda, el criterio más razonado. Es en el mar donde se originó la vida, así que al morir, regresar a él con su capacidad de disolvernos en la inmensidad, resulta una de las opciones más respetables.
Otra no menos simbólica es depositar las cenizas en la tierra, junto a las raíces de un árbol, por ejemplo. De alguna manera se pretende con ello colaborar en el enriquecimiento de otra vida, aunque vegetal, para prolongar y abonar en ella la nuestra y materializar nuestro recuerdo en forma de tronco, ramas y hojas.
En esa ancestral combinación de fuego, mar y tierra nos faltaba el aire. Esparcir nuestras cenizas al viento otorga al azar o al capricho de las brisas el destino de cada una de nuestras partículas mortuorias, lo que no convence demasiado a mis colegas de debate. La mayoría quiere elegir descansar en sitios que significan mucho para ellos y que identifican con la felicidad. Aquel parque, aquella playa, aquel río… La más contundente es mi amiga Rosa Pilar. Su frase, oportunamente lapidaria, entre la sabiduría y la extrema ingenuidad, entre el razonamiento más trascendente y el chiste más gracioso, ha puesto fin a la discusión: «Yo, Raúl, quiero que cuando muera esparzan mis cenizas por El Corte Inglés. He sido tan feliz paseando por sus plantas…».
Confío en que Rosa Pilar reconsidere su deseo y que sus cenizas de felicidad no terminen nunca en las fauces de ninguna aspiradora.
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