Respeto a las mujeres: una deuda en política y sociedad
En los últimos años hemos escuchado y repetido hasta la saciedad que la igualdad entre hombres y mujeres es uno de los pilares de nuestra ... democracia. Hemos visto pancartas, manifestaciones multitudinarias, declaraciones solemnes en días señalados y compromisos programáticos de todos los partidos políticos. Sin embargo, a pesar de los avances, existe un abismo doloroso entre el discurso y la realidad. Ese abismo se hace más evidente cuando observamos cómo, dentro y fuera de nuestras instituciones, se siguen reproduciendo amenazas, insultos y faltas de respeto hacia las mujeres. Lo más preocupante no es solo la agresión en sí, sino la tendencia a tolerarla, ocultarla o minimizarla, como si proteger a los agresores fuera más importante que defender a las víctimas.
El machismo no es patrimonio de una sola formación política; atraviesa ideologías y estructuras. La exigencia de respeto debe ser colectiva, especialmente en quienes gobiernan, legislan y representan. La política, que debería ser una escuela de respeto, se ha convertido demasiadas veces en un escenario hostil donde se normalizan insultos y deshumanización.
Lo más dañino es el silencio cómplice. La primera reacción ante un caso de acoso suele ser restar importancia, después sembrar sospechas sobre la víctima y finalmente encubrir al agresor para 'proteger al partido'. A menudo son también mujeres en cargos de responsabilidad quienes, por miedo o disciplina, contribuyen a ese silencio. Así, se sacrifica la lealtad hacia las víctimas en favor de la organización.
La calidad democrática no se mide en pancartas ni en declaraciones institucionales, sino en la coherencia entre lo que se predica y lo que se practica. No puede haber indulgencia con los agresores 'de los nuestros'. Las víctimas no son un estorbo: encubrir abusos degrada la democracia.
Exigir respeto a las mujeres no es un eslogan, sino una exigencia ética y política. Supone actuar con transparencia y contundencia ante cualquier caso de acoso o discriminación. Implica respeto real entre compañeros, sin paternalismo ni desprecio.
Y obliga a las mujeres con responsabilidades a recordar que su presencia es fruto de luchas colectivas: abrir puertas y proteger a las más vulnerables es una obligación. La sororidad debe traducirse en prácticas diarias de apoyo y valentía.
Lo que está en juego no son solo las formas ni los gestos simbólicos. La democracia no se sostiene en fotos ni campañas, sino en los gestos cotidianos: en cómo se habla en una reunión, en cómo se escucha, en cómo se responde a una denuncia. Cada insulto machista que queda impune, cada denuncia que se archiva para proteger la reputación de un partido, cada mujer a la que se obliga a callar para 'no hacer ruido' degrada a nuestra democracia.
El respeto debe alcanzar también a las mujeres más vulnerables: técnicas, secretarias, equipos de apoyo. Ellas sufren mayor exposición al poder y más miedo a denunciar.
Protegerlas exige mecanismos reales de denuncia, investigaciones independientes y garantías contra represalias. Educar en el respeto, desde juventudes hasta las más altas instancias, es clave.
No se puede pedir respeto ciudadano mientras se tolera el insulto en las instituciones. No se puede hablar de igualdad mientras se encubre el acoso. Respetar a las mujeres no es un lujo, sino la condición mínima de una democracia digna.
Tres ejemplos recientes evidencian esta deuda. Primero, la Ley del 'solo sí es sí', presentada como un avance histórico contra la violencia sexual, terminó permitiendo la excarcelación y rebaja de condenas de centenares de agresores sexuales. Lo que debía ser una victoria de las víctimas se convirtió en una humillación para ellas y en un triunfo para los violadores.
Segundo, el uso de la prostitución en tramas de corrupción vinculadas al PSOE: el caso Tito Berni, los ERE de Andalucía con dinero destinado a prostitutas y drogas, o los pagos con fondos públicos bajo el mando del exministro Ábalos. Estas prácticas ensucian la bandera feminista que se enarbola como emblema.
Tercero, las pulseras antimaltrato defectuosas, que han dejado desprotegidas a mujeres que confiaban en el sistema. No hablamos de errores aislados: jueces, policías y técnicos advirtieron reiteradamente de fallos en el sistema. Muchas mujeres se han visto frente a sus agresores sin que el dispositivo activara la alarma, mientras otras recibían avisos falsos a kilómetros de distancia. La consecuencia: más miedo e indefensión.
Estos ejemplos muestran cómo el feminismo institucionalizado a menudo se queda en retórica vacía. No bastan discursos ni fotos con pancartas: se necesita coherencia, protección real y compromiso firme.
Seguimos en deuda con las mujeres. Cada insulto impune, cada caso silenciado, cada negligencia institucional lo recuerda. El respeto no puede ser negociable: debe traducirse en hechos, en justicia y en protección efectiva. Solo así podremos hablar de una democracia digna de ese nombre.
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