La edad
A Noelia le ha dicho el médico que tiene treinta y cinco años de edad biológica. Algo extraordinario, porque lo normal es que vayas a ... la consulta y te quiten el azúcar, la sal o el tabaco, pero no casi quince años, así, de sopetón.
A mí, la verdad, me puede la envidia, porque ella parece que haya encontrado la fuente de la eterna juventud, y yo en cambio me temo que mi próxima visita médica no va a ser para que echen piropos sino para chequear la próstata, que ya va tocando. Planazo, vamos.
Y eso que, como si no hubiera espejos, uno sigue pensando que está hecho un chaval. Y lo estás, ¿eh? Si no fuera por el menisco, la ciática, el abdomen un poco esférico, las ojeras de vampiro y que ya las articulaciones te avisan de que va a llover…
Pero bueno, pecata minuta; ¿no decían que la edad es un estado mental? Luego resulta que hay viejunos y viejóvenes –como en la canción de Obús, «tienes once años y pareces una vieja»– y a lo más que puedes aspirar es a un complejo de Peter Pan de libro y en cuanto te descuidas te encuentras vistiendo al estilo de los noventa, que ni siquiera te parece retro.
Y si antes pensabas que el único cumpleaños importante era el de los dieciocho, ahora fantaseas con los sesenta y cinco, cuando de verdad empieza la buena vida.
O sea, que al final te acabas viendo las canas de la barba, que se va pareciendo a la de Papá Noel, y te das cuenta de que contra la fecha de fabricación no se puede luchar porque la obsolescencia, programada o no, nos acaba alcanzando a todos.
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