Machote
Mis amigos Raúl Gómez y María Mambrilla nos invitaron ayer a comer, para festejar que ahora que él está jubilado solo tiene que trabajar escribiendo ... sobre la historia del Racing, con sus conferencias y, sobre todo, disfrutando de la vida. Para celebrarlo, nos sirvieron machote, que siempre me ha parecido algo así como la realeza submarina del Cantábrico. Lo que no sabía, y lo contó Isabel, es que además de sabroso es muy bueno para la memoria.
Claro, yo no me había dado cuenta, pero cada vez que tengo un machote en el plato enseguida me vienen recuerdos fabulosos: cenas en La Chulilla que acababan en paseos por el Pesquero a la luz de la luna, tertulias radiofónicas de sobremesa, escritores como Pisón o Atxaga que descubrían este pez en Santander y se rendían para siempre a sus encantos, o a mi querido Ángel Viadero enseñándome a quitar las espinas… Pese a su nombre chulesco y el aspecto feraz, el machote es siempre la mejor elección, y lo disfrutas por lo menos tres veces: mientras lo esperas y vas salivando, cuando lo degustas y luego cuando lo recuerdas. Porque recordar –'re-' de nuevo, y 'cor, cordis' de corazón, nos explica la etimología– quiere decir traer de nuevo al corazón.
Luego vendrán los nutricionistas y explicarán aquello del omega no sé cuántos, y los especialistos a contarnos que la memoria es traicionera, y que es capaz de fabricar recuerdos que muchas veces son en realidad inventados. Que la mente borra lo que no nos gusta y construimos un pasado a nuestra medida. Pero eso en realidad lo mismo da: lo importante es lo que nos hace sentir. Y si comer un machote nos llena de recuerdos felices, entonces es que efectivamente es buenísimo para la memoria.
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