Brillantes cabezas
Ser calvo en China es símbolo de sabiduría e inteligencia
Todos los varones con los que comparto lazos de consanguinidad son calvos. El destino de mi patrimonio capilar estaba escrito, mucho antes de mi nacimiento, ... en esa doble hélice de ADN que almacena y transmite nuestra información hereditaria. Tal vez por eso, porque hay algo de lealtad secular al «calvinismo» entre mis antepasados, no tener pelo, es decir, ser calvo, no sea para mí motivo de trauma ni complejo. Recuerdo cómo, siendo un estudiante Erasmus de 20 años, aterricé en Helsinki donde la densidad de rubias despampanantes era casi tan llamativamente alta como la de latinos tirándoles los tejos. Allí conocí a un polaco llamado Marcin Wójcik. Bajito, macizo, feucho, inteligentísimo, divertido y completamente calvo que ligaba más que nadie. Fue toda una revelación: me afeité la cabeza para desmitificar mi tragedia capilar en ciernes y ver el aspecto que me prometía el futuro. Y no se acabó el mundo. Muy al contrario. El filósofo Sinesio de Cirene ya ironizaba en su obra «Elogio de la calvicie» que la alopecia es un rasgo humano que nos aleja de los animales, y que es frecuente en sabios, profetas, soldados y maestros. No está solo Sinesio. También Francisco de Quevedo vindicaba la cabeza sin pelambre: «Pelo fue aquí, en donde calavero/ calva no sólo limpia, sino hidalga/ háseme vuelto la cabeza nalga/ antes greguescos pide que sombrero». No deja de tener su gracia que, siendo los españoles habitantes del país del mundo con mayor ratio de calvicie per cápita, abunden en nuestro idioma expresiones que martirizan la alopecia: «te vas a quedar calvo de tanto pensar…», «se te va a caer el pelo...» o «…así te luce el pelo».
Cinco años tras mi epifanía, descubrí que los chinos habían interpretado mucho mejor que nosotros aquello del cráneo despejado. Llegué a la RPC sin abundancia de cabello y allí soy, desde siempre, el guiri calvo, de nariz grande y gafapasta que recorre el país chapurreando en chino las bondades de productos y marcas europeas. En el lejano Oriente, ser un extranjero calvo no solo no está penalizado, sino que refuerza la singularidad y el exotismo consustanciales al forastero: lo que resulta un «handicap» en Occidente se convierte allí en un marcador de diferencia positiva, resultando interesante, incluso seductor. No transmite decadencia, sino diferencia. En un país donde lo común es la homogeneidad, ser calvo es, paradójicamente, una forma de destacar. Allí, un parietal y occipucio relucientes son casi un certificado de sabiduría pues, en general, los monjes asiáticos se rapan para dejar claro que han dejado en la cuneta su vanidad. Además, se venera la frente amplia como signo de inteligencia, pues los viejos consejeros imperiales —los que decidían la suerte de ejércitos y dinastías— aparecen en los retratos con brillantes coronillas. Sin ir más lejos, la palabra china para denominar a un calvo es «GuangTou»; es decir, literalmente, cabeza brillante, testa luminosa. No es ningún insulto.
La alopecia androgénica, claro, también existe en China, pero su prevalencia e intensidad suelen ser menores que en poblaciones europeas. Muchos hombres chinos pierden densidad capilar más lentamente y con entradas menos marcadas. Eso hace que culturalmente no se haya fijado la calvicie como un rasgo estético problemático ni se asocie a una «pérdida de atractivo». En la tradición confuciana y en la percepción social china contemporánea, la autoridad, la experiencia y la estabilidad económica pesan más que la apariencia juvenil. Así, teniendo en cuenta las prioridades de las mujeres chinas a la hora de emparejarse, el estatus y la capacidad de proveer del varón o su responsabilidad en el cuidado familiar pesan mucho más que un canon estético rígido. En fin, ser calvo o tener poco pelo en Asia puede transmitir más seriedad, respeto y confiabilidad que fragilidad o declive. Y, sin embargo, de un par de décadas a estar parte, en China los veinteañeros empiezan a perder pelo mucho más rápido que sus padres. Lo llaman «epidemia», (como si la falta de pelo fuera prima hermana de la peste bubónica) y la culpa es del estrés, la dieta, la vida urbana y esa condena moderna de dormir poco e ir corriendo a todas partes. El negocio millonario que se ha montado alrededor de la creciente alopecia que asola China crece a ritmo de burbuja inmobiliaria: champús milagrosos, sueros prodigiosos y pócimas de herbolario que prometen solucionar esa angustia existencial del poco pelo. Y, sin embargo, la gran estafa capilar es otra: la idea de que la virilidad se mide por centímetros de cabello y de que quedarse calvo es una derrota, una claudicación estética o una condena sexual. No, ni hablar del peluquín. Hemos fabricado un fetiche alrededor del flequillo y la sangre se hiela en nuestras venas cuando, frente al espejo, descubrimos esos claros y esas entradas avanzando por nuestra línea de cabello como el ejército rojo hacia Berlín. Bendita calvicie y bienaventurados los que no hacen del pelo un aval moral ni una garantía erótica. Aceptar la calvicie es declararse insumiso frente al mercado de los complejos. Ser calvo es un acto de resistencia política contra un sistema que necesita seguir vendiendo ungüentos y temores. Es subversivo. Así que, mientras los chinos inventan el crecepelos infalible y definitivo, no nos queda otra a los calvos que caminar con la frente alta —literalmente alta—, porque no tenemos donde esconderla.
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