La línea blanca y el carbono 14
Llego tarde a Valdecilla. Me siento como el conejo de Alicia en el país de las maravillas. «I'm late, I'm late, I'm ... late», me digo, para hacerme más amena la angustia. Voy, como un hámster por su rueda, por el mismo camino de siempre. Al arribar, me encuentro con que hay obras y no puedo acceder al pabellón 20 donde estoy citado, pabellón que estoy viendo justo al otro lado de la inmensa zanja que nos separa. Qué impotencia, como si, hambriento, viera una chocolatina deseada al otro lado de un expositor sin dinero en metálico. Qué mala suerte. Pregunto –que a mí eso de preguntar no me hace menos hombre–, y una mujer me dice amablemente que acceda por otra entrada, que se encuentra en la parte norte del hospital, y que, una vez dentro, busque la línea blanca que hay en el suelo y que la siga, que me llevará a mi destino. Le doy las gracias rápidamente y reinicio mi marcha, que no estoy yo para despilfarrar segundos. Entro en el hospital, busco la línea blanca y, como si fuera un tren en su vía, avanzo con celeridad. Un pasillo, otro, un giro a la izquierda, otro a la derecha, atravieso pabellones por doquier, escaleras…
De repente, y de manera instintiva, me pongo a silbar la canción que inmortalizara 'El puente sobre el río Kwai', e, inmediatamente, me visto de sonrisa, agotado, pero feliz. Prosigo mi camino sobre la línea blanca a buen ritmo, musical y físico, hasta que alcanzo mi objetivo. Entro en la sala, sonriente, y, consciente de lo que voy a decir porque me parece muy gracioso, le comento a la enfermera: «Jo, menuda línea blanca, me he sentido como Emilio Aragón». Ella, muy profesional, me mira de arriba abajo sin entender nada: «¿Qué?»; «Sí, mujer, el programa de los 80», y comienzo a silbar la misma cancioncilla que aprovechara el cómico para su sketch de 'Ni en vivo ni en directo' instándola a hacerlo y a recordar conmigo. A su cara asoma la perplejidad: «En los 80 yo no había nacido»; y el silbido se interrumpe bruscamente, como si el tocadiscos se hubiera desenchufado; «Ah, vaya, pues era muy divertido». Y, como si apareciera el cartel que colgaba de todas las consultas médicas el siglo pasado con la enfermera llevándose el dedo índice a la boca, me atraviesa el silencio.
Me hago las pruebas y salgo menos rumboso hacia mi línea blanca, consciente de que hay saltos que van más allá de lo generacional y que, en el humor, como en tantas cosas de la vida, hay referencias que, al igual que el carbono 14, sirven para datar el paso del tiempo y tu lugar en el mundo, el ámbar que te fosiliza.
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