Las buenas manos
El valor de entregarse a un oficio que no permite faenas de aliño, la entereza de batallar por la vida, les eleva al santoral práctico de este siglo oscuro
Ellas (porque ellas siempre son más) se mueven con decisión entre las cunas. Algunos bebés son prematuros y dormitan largo tiempo en las incubadoras. Otros, ... de un tamaño mayor, se debaten también, y sin saberlo, en la esperanza de llegar a casa. Mientras tanto, ellas no se aceleran, nunca hay malas prisas. Las doctoras, enfermeras y auxiliares de la UCI de Neonatos del Hospital Marqués de Valdecilla no hacen un mal gesto, ni dan una contestación inadecuada. Ustedes imagínense realizando una labor de exquisito rigor sobre cuerpos tan pequeños con la mirada de los nerviosísimos progenitores fijada en el cogote. Ellas lo hacen; no les tiembla el pulso.
M. nació el pasado 28 de abril (cuando el apagón). Los primeros trece días de su vida los pasó ingresado en la UCI, conectado a tubos y cables, con su presente condicionado a la acción de las manos buenas de todas estas mujeres (y hombres, que también los hubo). Su padre y su madre, expectantes y contrariados por una buena nueva puesta tan tempranamente en cuestión, esperaban noticias y trataban de no estorbar a nadie. Y, en el peligro que supone la súbita pérdida de la salud, brotaba el inmenso cariño de las profesionales; el alivio y el consuelo que nunca pueden recompensarse porque nacen del ámbito más hondo del ser. Por lo que ha llegado a saber este columnista, hablamos de un patrón generalizado en la práctica de esta disciplina, no de una excepcionalidad santanderina. Una amiga de Madrid, con experiencia en este tipo de situaciones, lo confirma: «no hay equipos más entregados».
Es muy posible que ello obedezca a la particular naturaleza de su profesión. A diferencia de otras –sin ir más lejos, de la mía–, la pediatría (y, en concreto, la neonatología) maneja la materia más preciada: la vida cuando apenas empieza y más fácilmente puede quebrarse. Quedan, todavía allí, en aquella sala de Valdecilla, reflejos de la imbatible idea del servicio público –no rendido, como lo está todo, a la simple oferta comercial– y de la vocación cultivada, consciente del esfuerzo por sanar al prójimo. M. llegó a casa, pero entendemos que los finales no siempre son felices. Los profesionales de la neonatología asistirán también a desenlaces cargados de amargura. El valor de entregarse al estudio y a un oficio que no permite faenas de aliño, así como la entereza de volver al día siguiente para batallar por la vida de sus pacientes, elevan a estas personas al santoral práctico de este siglo oscuro. La madre y el padre de M. agradecen los cuidados y el afecto recibidos. Pero agradecer es un verbo demasiado débil; una aproximación insuficiente.
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