El infeliz secreto
Es natural oponerse al dolor a través del ideal
Volví a encontrarme con M. muchos años después, durante la presentación en la librería Gil de la nueva versión de 'El rostro oculto', gran novela ... de Enrique Álvarez. Conocí, entonces, a F., su marido y M. aprovechó para recordar a mi madre. «Cuando mis padres iban a misa –contaba ella–, Blanca los acompañaba luego a casa para asegurarse de que llegaban bien». Yo guardaba ese dato –por cierto, una escena que parece extraída de un relato de Álvarez– en algún rincón de mi memoria.
Cuando perdemos a alguien próximo, nos apetece revisitar los lugares compartidos y tendemos inconscientemente a cerrar sus accesos, quizás para facilitar el duelo y el balance de los años. Mi madre y la madre de todos se nos aparecen como signos que ubicamos en espacios concretos, en momentos determinados de la vida. Se trata, en definitiva, de evocar el cariño y la piel del otro, su olor, las conversaciones de sobremesa y las esperanzas. Por ese motivo, otras personas nos sorprenden con anécdotas que, hasta ese momento, no funcionaban para nosotros como consuelo pero que, no obstante, completan la figura del finado, la devuelven a casa, a la realidad de lo que ha sido.
Es natural oponerse al dolor a través del ideal. Elevamos al muerto a los altares o lo condenamos, tomando la parte más favorable para sobrevivir a su ausencia. Nadie tiene derecho, sin embargo, a reivindicar su parte como la única posible. Ni siquiera el viudo o el huérfano. Para M., mi madre era Blanca, su amiga y el báculo dominical de sus padres. Quizás, la vio siempre en contextos felices. Y, muy probablemente, hablaron de asuntos que yo desconozco. Hay un vértigo por asomarse a ese mundo sin nosotros porque también ahí hay existencia y, por lo tanto, la pérdida es mayor y cuesta más reconocerla.
El valor de los demás en esta cuestión, de las cosas compartidas. Hablar de los paseos con quienes pasearon, del libro que descansa en la estantería y que fue el último que leyó y que tú no has leído porque no quieres reproducir las palabras a las que, una vez, hace muchos años, ella dio vida. Lo tienes localizado en la casa. Es 'Sobre la belleza', de Zadie Smith. Y hay una película, también, que esquivas: 'El secreto de sus ojos', de Juan José Campanella, porque ella la vio al final, precisamente, con sus ojos, guardando para sí las imágenes que tú quieres que sigan siendo suyas. Pero, no hay secreto que deba serlo y nos despedimos juntos de los muertos para no permitir que una parte oculte lo verdadero: una vida completada hace quince años.
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