Postal desde el epicentro
La sociedad española carga con un siglo XX muy ajetreado y eso nos convierte en un país especialmente resiliente y solidario
La pregunta más recurrente que me plantean últimamente, desde que España decretó el estado de alerta, es ¿cómo va todo por China? ¿Ha vuelto ya ... allí la vida a la normalidad? Entiendo el especial interés en estudiar cómo va saliendo este país de la crisis vírica, pues podría servir como vaticinio del modo en que la normalidad va a regresar al resto del mundo. Opino, sin embargo, que el caso de China no sirve de espejo en el que se pueda mirar España ni, en realidad, Occidente. No son realidades comparables. 'China is different'.
China es un país que trabaja a ritmos completamente distintos a los nuestros, con una mentalidad en ocasiones sorprendentemente similar pero, en general, opuesta a la española. El día en que el gobierno chino puso en marcha la maquinaria de control de la epidemia, a mediados de enero de este año, el país entero –casi 1.500 millones de personas– se alineó sin apenas rechistar con esa estrategia, acatando de manera masiva las normas de confinamiento, las recomendaciones de distanciamiento social y las drásticas medidas de control. Están acostumbrados a obedecer las normas y a confiar en su Gobierno. En el consciente colectivo de los chinos pesa mucho la historia reciente del país y sus estragos.
El pueblo chino ha clausurado un siglo XX explosivamente turbulento: un increíble thriller por fascículos que ha galvanizado a una población siempre preparada para esperar lo inesperado. En apenas 100 años, China ha pasado de ser un decadente imperio milenario que basaba su legitimidad en el origen divino del morador de la Ciudad Prohibida, a una ultramoderna superpotencia tecnócrata con capitalismo de Estado y aspiraciones globales, pasando por dos largas guerras civiles entre las cuales dio tiempo a sufrir la invasión japonesa y sus atrocidades, la posterior implantación de una economía socialista, las terribles consecuencias del «Gran Salto Adelante» y el consiguiente aislacionismo internacional, la traumática paranoia colectiva de la Revolución y, por fin, los últimos 40 años de desarrollismo reformador y aperturista: un esquizofrénico coctel histórico, con el que la población china ha aprendido a digerir los cambios de un solo trago y sin mirar atrás. Siempre adelante.
La sociedad española también carga con un siglo XX muy ajetreado y eso nos convierte en un país especialmente resiliente y solidario que, ante la adversidad y el infortunio se crece, innova y encuentra fuerzas en la flaqueza. La mentalidad judeocristiana que amuebla nuestros hábitos y aún permea en nuestras costumbres, nuestros valores y esquemas mentales, nos anima además a pensar en términos humanistas, empáticos, solidarios y generosos.
Pero nuestro software es muy diferente al de los chinos. Su cabeza la amueblan cuatro pilares: el taoísmo, que pondera la disciplina, el colectivismo y el bien común; el confucionismo que premia el respeto a la Historia, a las tradiciones de los antepasados, el esfuerzo y el sacrificio; el budismo, que promueve el largoplacismo, la paciencia y la aceptación del dolor y, por último, el comunismo chino que absorbe muchos de los valores anteriores y los agrupa en torno a un concepto, nacionalista y militarizado, de proyecto de Estado. Esta gente tiene un plan.
Por resumirlo de forma muy simplista en una frase: en Occidente seguimos confiando en que, de algún modo, una justicia equitativa y providencial nos salve y corrija las desviaciones y los errores para que los últimos se conviertan, algún día, en los primeros. Los chinos no albergan grandes esperanzas a ese respecto: aquí los primeros serán siempre los primeros y los últimos seguirán siendo los últimos por los siglos de los siglos. Confían en su gobierno con una mezcla de temor atávico y respeto pragmático pero saben que, en último término, sólo dependen de sí mismos, de sus contactos y capacidades. En el fondo, saben que del hoyo sólo les va a sacar su propio trabajo y esfuerzo. En esa certeza basan su optimismo. Esta es la gran lección china.
El pueblo chino es uno de los más optimistas del planeta y esa confianza en el futuro mueve montañas. La fe en que las cosas van a acabar saliendo bien a fuerza de dos elementos que no dependen más que de uno mismo –esfuerzo y voluntad– es una palanca de cambio arrolladora, imbatible. El optimismo sólo se combate con más optimismo. España saldrá de este atolladero, sin duda. Esa certeza debería unirnos más y ayudarnos a confiar más en que, nuestra unidad y fortaleza como sociedad son la mejor garantía para superar las futuras crisis que aún nos deparará el siglo XXI. Nadie nos va sacar del hoyo salvo nosotros mismos.
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