Curro González: «Vi una novillada, me gustó y me fui a Salamanca a ser torero»
Ser torero es algo muy complicado. Serlo en una zona con poco ambiente taurino y alejada de campos y dehesas es, todavía, más complicado. Sin ... embargo, cuando la voluntad es firme no hay kilómetros que frenen la afición. En los años 40 Viérnoles era algo parecido a ahora, una localidad pequeña cercana a Torrelavega. Ambiente de toros, el justo, pero en la cercana urbe se celebró un festejo que imbuyó el veneno de la tauromaquia a un joven que cogió el hatillo, se fue a Salamanca y acabó tomando la alternativa. Se llama Fidel San Justo (Viérnoles, 1943), aunque su nombre en los carteles era Curro González, y su nombre figura ya inmortalizado en la plaza de Cuatro Caminos gracias a la placa colocada ayer por la Asociación Taurina de Cantabria en homenaje a su 50 aniversario como torero.
«Yo vi una novillada en Torrelavega, en una portátil donde el campo de fútbol. Yo trabajaba en un taller, bien colocado, pero me gustó mucho, hable con mi jefe, Landaluce, y le dije que me quería ir a Salamanca a ver cómo se hace uno torero. Eso sí, de cara a mi padre estaba en Santoña», confiesa Fidel desde la ciudad charra, donde reside desde que se fuera en busca de un sueño.
Una época dura, pero quizá la más bonita de una profesión que nunca regalado nada. Un cambio de vida con apenas un hatillo de ropa, mucha hambre y, sobre todo, ganas de llegar lejos. «En Tejares había un horno de hacer ladrillos, los aficionados que venían de Sevilla iban allí a dormir y yo me iba con ellos», recuerda con nostalgia. «De allí cogíamos el tren y nos íbamos a las fincas a los tentaderos», añade. Viajes eternos en jornadas larguísimas en busca de un muletazo, una serie o un sentirse torero que llevarse a la boca. «Salían los toreros y después en cada vaca dos o tres aficionados, era ponerse delante e intentarlo».
La afición de San Justo era tal que ni siquiera la larga mili hizo mella en sus ganas de ser torero, un logro que alcanzó superado el periodo militar al ponerse delante de un novillo en una localidad charra que destila tauromaquia por los cuatro costados, Ledesma. «Mate un añojo, era para cuatro chicos y poco a poco fui consiguiendo festejos». Eso sí, todavía durmiendo en la fábrica de tejas y comiendo las sobras de un comedor de caridad en el que los aficionados taurinos ayudaban. «La lucha fue mucha, eran años muy difíciles, pero la afición podía con todo».
«He embarcado para todas las figuras y parala plaza de Las Ventas durante veinte años»
Sangre, sudor, horas en tapias, lágrimas, noches al raso y, finalmente, el premio de la alternativa. «Fue una corrida de Osborne en la que Julio Robles no estaba anunciado, pero el encierro era muy serio y el torero que iba a venir se quitó», recuerda Curro, emocionado ayer cuando él mismo descubrió una plaza que hace mención a un día histórico, el 26 de agosto de 1975, en el que finalmente compartió cartel con Robles y Ruiz Miguel y en el que salió triunfador del festejo. «Al primer toro le corté una oreja y al segundo dos», recuerda, aunque se le olvida que el premio al sexto incluyó el corte del rabo. Es decir, un éxito rotundo.
Y, a partir de ahí, la dureza de un escalafón tremendo en el que, pese a todo, el de Viérnoles logró hacerse un hueco hasta llegar a confirmar en Las Ventas con un encierro del Marqués de Villagodío. Temporadas en activo de pelea y lucha que finalizaron en 1982, cuando una corrida en Santoña le hizo cambiar el chispeante por una labor de veedor taurino en la que ha sido figura absoluta. «Yo empecé con Enrique Ponce, pero he embarcado también para José Tomas y todas las figuras», confiesa.
Su fama fue creciendo hasta trabajar para diferentes plazas y empresas, entre ellas la de Madrid. Ahora, su tierra natal le recuerda con el cariño que un torero de su nivel merece. «Tiene un valor moral incalculable», agradece. Sin duda, una vida para recordar dentro y fuera de las plazas de toros.
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