Santander, la bahía de las aves
Santander ·
Navegamos por el espacio presidido por la península de La Magdalena para disfrutar del paisaje y la vida marinaI. López
Sábado, 5 de agosto 2017, 10:47
Inspiradora, bella, luminosa. La bahía de Santander irradia luz a una ciudad prendada por el mar. Con sus ojos de agua abarca más de 22 kilómetros de extensión, nueve de longitud y cinco de anchura. Recorrerla en barco es perderse en el cielo acuoso de su mirada. Cambiar la perspectiva de enfoque y deleitarse en las vistas del puerto, las playas, las casas y hoteles de la capital cántabra. Abandonarse a la dicha entre olas. Para disfrutar, sentirse marinero y ornitólogo por un rato. Vivir. Una ruta guiada favorece la experiencia. Armados de cámaras y prismáticos, los turistas abordan el navío que recorrerá la fachada sur de la ciudad, el litoral del Palacio de la Magdalena y las playas del Sardinero. Rodeará la Isla de Mouro y navegará junto a las Dunas del Puntal y sobre el estuario del río Miera. Para ver todo de cerca, incluidas aves acuáticas y marinas.
Mucha gente ha visitado el Palacio Real de la Magdalena, sus jardines e incluso el interior del edificio, pero a pocos han revisado la balconada de roca que lo sustenta. Allí se encuentran acantilados que muestran la labor arquitectónica del mar. En la parte baja del litoral el oleaje ha creado lastras tendidas hacia el agua, mientras que en la alta se han esculpido amplias viseras observables desde la embarcación. Son gigantes sustentados por pies diminutos, plantas de piedra lamidas a diario por el agua que desgasta la zona y acabarán haciendo que se desplome con el tiempo… aunque no será hoy. En la misma pared aparecen grietas, fisuras, acanaladuras y diaclasas, cicatrices que el Cantábrico marcó en la roca caliza. Heridas saladas en la piel del continente.

Reserva marina
Cerca, como un cuerpo que surge de las profundidades, surge la Isla de Mouro, vestida también de caliza. A su lado, tan cerca que parece posible tocarla, sentirás sus límites coronados por un faro que se encuentra en un espacio privilegiado, la bocana de la bahía. La isla surgió del fondo marino hace más de 65 millones de años. Viento, lluvia y mar la han modelado desde entonces, redibujando su actual paisaje.
En la parte norte, paredes de casi treinta metros y fondos de otros tantos, hijos del temporal, perfilan su figura. Sin embargo la sur está trazada en acantilados que descansan en una tumbona, salpicados de vegetación. De hinojo marino, extraído antiguamente por los marineros que lo usaban en ultramar como condimento, rico en sales y vitamina C, lo que les prevenía de enfermedades como el paludismo. De lavatera arborea, mucho más escasa, prima hermana de las malvas.
Todo a la vista, aunque es precisamente lo que no se ve la parte más interesante de su historia. En el fondo se encuentran los tesoros estrella, más de 1.200 especies de fauna y flora que favorecieron su declaración como Reserva Marina en 1989. A través del cristal salino de transparencias de la embarcación, el grupo localizará jargos, dentones, doradas, bogas, lenguados, centollos o pulpos. Una colonia de unas 150 parejas de gaviotas patiamarillas, paíños comunes, aves pelágicas y nocturnas con prioridad de conservación para Europa sobrevuelan la zona. Incluso cormoranes moñudos y ostreros euroasiáticos, presentes en los últimos años. O el halcón peregrino posado en el faro, paciente, sereno. Todos ellos y muchos más conforman el vecindario de este lugar ajardinado con algas verdes, rojas y calcáreas. Un lujo de biodiversidad.
Dique de arena
Faltará aún navegar hacia las Dunas del Puntal, seis kilómetros de dique de contención natural frente al oleaje, que protegen a Pedreña del furor marino. Plagadas de vegetación entrenada para la supervivencia en condiciones extremas, plantas de raíz fuerte que amarran esos arenales con firmeza. Y hacia el estuario del Miera para admirar durante el viaje al cormorán moñudo, al colimbro grande, al silbón europeo, a los correlimos comunes, al milano negro, al águila pescadora y al aguilucho lagunero, entre otros, a vista de prismático.
Mientras las olas acunan nuestra travesía. Con el sol brillando sobre las cabezas. Asomados a la cubierta de barco. Afortunados por estar allí.
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